En un momento, la boca
de él cubrió la suya. El ascensor comenzó a subir pero su mundo pareció
quedarse detenido. Entonces Peter se apartó y se giró para mirar a la puerta,
como si nada hubiera ocurrido, o como si no quisiera que hubiese ocurrido.
—¿Por qué has hecho eso?
—preguntó ella—. No sé qué hacer contigo en esta situación.
—No hay por qué
preocuparse. Podría enseñarte, si considerara que necesitas instrucciones.
—No necesitaría que me
enseñaras —dijo ella, y se mordió la lengua para no seguir hablando. No era el
momento de sentirse indignada—. Ya hemos llegado. El mío es el cuarto empezando
por el final, número veintidós.
—Dame la llave, Lali. Yo
abriré por ti.
Daba una sensación de
intimidad entrar juntos al apartamento. Como si fueran una pareja casada. Había
una parte de ella que deseaba esa sensación de pertenencia, de tener una unión
con alguien especial.
Dentro del piso, él miró
a su alrededor con interés. Parecía que el episodio del ascensor había sido
rápidamente olvidado, al menos por parte de Peter.
—Me gusta. Tiene cierto
encanto.
—He tratado de hacer que
parezca un hogar —dijo ella mientras ahuecaba uno de los cojines del sofá del
cuarto de estar—. Cada mueble es diferente. Algunas cosas especiales de la casa
eran de mis padres, que guardé después de que murieran. El resto lo he
conseguido en las rebajas, sobre todo, o lo he comprado de segunda mano y lo he
restaurado yo.
—Has hecho un buen
trabajo —dijo él, e hizo una pausa—. Un café estaría bien.
—No lo comprendo —dijo
ella mientras quitaba una pila de revistas de jardinería de la mesita y dejaba
la caja de las joyas—. ¿Por qué estás…?
—¿Impresionado? —preguntó
él, y miró a su alrededor—. Enséñame dónde duermes, Lali. Quiero verlo.
—No es difícil de
encontrar. Es la única habitación que queda, aparte del baño.
Él se echó a un lado
para dejarla abrir la puerta y luego la siguió. El silencio reinó mientras
observaba la habitación. Pareció durar horas, y Lali seguía sin comprender la
expresión de su cara. Lo único que sabía era que sentía una urgencia feroz en
su alma.
Sus miradas se
encontraron y las emociones de Lali se intensificaron. De pronto sentía que
tenía que salir de aquel espacio tan reducido.
—El café —dijo ella—.
Debería ir a prepararlo.
—En un minuto —dijo él,
y pasó los dedos por las sábanas de color granate y oro—. Te gustan los colores
brillantes.
—A veces —no en la
oficina. Allí prefería mantener la eficiencia y el control. Y esas cualidades
parecían resaltarse con tonos pálidos. En casa, los colores brillantes alegraban
el ambiente y daban profundidad.
—Le has dado vida a este
lugar —dijo él señalando sus alrededores—. Lo has hecho tuyo.
—¿No es eso lo que hay
que hacer con una casa aunque sea humilde?
—Te quiero en mi casa
como aquí. De hecho creo que un decorador sería una buena idea —dijo, se dio la
vuelta y abandonó la habitación—. ¿Me das ese café?
—Oh, claro. Pero tiene
que ser instantáneo —dijo ella mientras se dirigía a la cocina—. No preparo el
de verdad.
Él se bebió el café de
pie en menos de dos minutos y en silencio. La atmósfera se llenó con aquello
que había elegido no decir.
Finalmente dejó la taza
y dijo:
—Hora de irme.
Ella caminó con él hasta
la puerta y se detuvo allí.
—Buenas noches, Peter.
Algo en su corazón
seguía doliéndole, pero se dijo a sí misma que no sería más que indigestión. Al
fin y al cabo, y dadas las circunstancias, no sería tan tonta como para
desarrollar sentimientos reales hacia él.
Sin embargo no le
hubiera importado colocar la cabeza sobre su hombro y olvidarse de todo. ¿Era
demasiado pedir? Sabía la respuesta, claro.
—No deberías haberme
dado las joyas, pero las llevaré siempre que quieras.
—Buenas noches, Lali —dijo
él, la besó y salió al pasillo. Entonces se detuvo y chasqueó los dedos—. Otra
cosa más. Espero que tengas el fin de semana libre.
—¿Por qué?
—Porque lo pasaremos en
la isla de Brandmeire.
—¿Brandmeire? —se sintió como una idiota repitiendo
el nombre, pero su cerebro se negaba a funcionar—. Ahí es donde vas a ir con
los Forrester y sus otros invitados.
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