Lali se despertó con el
aroma del café recién hecho y con un sentimiento de premonición en el fondo de
su estómago. Los recuerdos de la noche anterior aparecieron en su cabeza y se
tapó la cara con la almohada emitiendo un gemido.
Lo había liado todo.
¿Qué pensaría Peter de ella después de aquello? ¿Cómo iba a mirarlo a la cara
después del modo en que se, habían separado? Aquello era mucho peor que su comportamiento
en la isla de Brandmeire.
Y encima había mucho más
en juego. A pesar de las advertencias de Peter, ella estaba implicada emocionalmente
hasta los ojos.
—Ignorarlo no hará que
desaparezca —murmuró bajo la almohada—. Te quedan dos meses y medio antes de
que puedas pagar al chantajista y anular el matrimonio, y no puedes pasar todo
ese tiempo metida en esta habitación. Tarde o temprano tendrás que enfrentarte
a él.
Levantó la almohada. De
hecho la casa estaba muy tranquila. Quizá él hubiera preparado café y luego se
hubiera marchado a algún sitio. Miró el reloj de la mesilla de noche.
Eran las ocho de la
mañana del domingo. ¿Estaría Peter en casa?
—Por favor, que haya
salido.
Entonces sonó un golpe
en la puerta y ella dio un brinco en la cama. Era demasiado esperar.
—¿Lali? Ponte algo
encima y ven a desayunar. Tenemos que hablar.
El efecto de esa voz
profunda en sus terminaciones nerviosas no fue menos fuerte que el día
anterior. Sólo que ahora temía las reacciones que él pudiera tener.
Por mucho que quisiera
quedarse allí tumbada e ignorarlo, sabía que sería una pérdida de tiempo. Salió
de la cama y se dirigió hacia su bolsa.
—Dame unos minutos.
Él murmuró algo a través
de la puerta cerrada y luego se alejó. Lali escuchó entonces el sonido de una
sartén en la cocina. Buscó en su bolsa y encontró unos pantalones blancos y una
camiseta azul.
El resto de sus
posesiones estaban en otra de las habitaciones esperando que ella diera
instrucciones. Su antiguo apartamento ya estaba cerrado y había entregado las
llaves. Cuando se marchara de allí, estaría sin casa y, además, sin trabajo.
Otro problema en el que no quería pensar.
Dos minutos después
apareció bajo el marco de la puerta de la cocina y vio a su marido colocando
unas tortillas en los platos. Tenía un aspecto muy doméstico pero arrebatador,
con el pelo echado hacia atrás como si se hubiera pasado los dedos por él
múltiples veces.
Lali sintió una punzada
en el corazón. Una punzada por la vida compartida con Peter que tanto deseaba y
que no tendría. Esas pocas semanas serían todo lo que ella podría tener de él,
y por lo que parecía, no iban a ser muy agradables.
Cuando Peter se dio la
vuelta para llevar la comida a la mesa, Lali se apartó del marco de la puerta y
entró en la sala.
—Buenos días —dijo ella
mirándolo a la cara, buscando alguna pista de su estado de ánimo. Estaría
furioso con ella, claro. Tenía todo el derecho a estarlo. ¿Pero qué más sentía?
¿Habría conseguido implicar sus emociones en ese asunto? ¿O estaba tratando de
mantenerse distante, como había dicho que haría?—. Las… las tortillas huelen
muy bien.
—Siéntate. Es mejor
comerlas calientes —dijo él, dejó la comida en la mesa y se volvió para llevar
la jarra de café, la leche y el azúcar.
Lali observó sus
movimientos seguros y se fijó en sus manos. Quería esas manos sobre ella,
acariciándola y calmándola.
El altercado de la noche
anterior había puesto punto y final a una posible tranquilidad, y tenía que
asegurarse de que las caricias tampoco sucedieran. Aunque era mejor así, no se
sentía cómoda con la idea.
Tras sentarse, Peter le
sirvió el café y se lo entregó. Ella añadió un poco de leche y esperó que él no
notara el temblor de su mano.
—¿Te sientes mejor esta
mañana? —preguntó él con decisión—. Creo que nunca te había visto perder tu
aplomo de esa manera.
—Lo siento. Sé que estás
enfadado.
—Estaba enfadado anoche,
lo admito. Era mi noche de bodas y planeaba pasarla haciendo el amor con mi
mujer. No escuchándola dar vueltas en la cama en una habitación al otro lado
del pasillo —dijo, y dio un sorbo de café antes de dejar la taza—. Sea cual sea
tu problema, Lali, quiero que se solucione. Tenemos un matrimonio del que
ocuparnos. O me dices cuál es el problema y lo arreglamos juntos, o me dices que
el problema está resuelto. ¿Cuál es tu respuesta?
—No tienes mucha
paciencia, ¿verdad? Y anoche me acusaste de intentar manipularte.
Ella no pretendía sacar
la acusación. Al fin y al cabo le había hecho muchas cosas de las que no se
sentía orgullosa.
—Quizá debieras olvidar que
dije eso.
—Quizá no debería.
—Si estabas demasiado
cansada para hacer el amor anoche, yo lo habría comprendido. No soy un
monstruo.