Lali sonrió.
—No sé cómo puedes decir
que esto preciosa.
— Porque lo estás.
—Eres muy amable.
—No. Lo digo de corazón.
Peter guardó el papel en
el bolsillo. No pensaba llamarla, por supuesto. Lali estaba muy emotiva en ese
momento, por eso lo veía como a un héroe. Pero al día siguiente lamentaría
haberle dado su teléfono a un tipo con las manos manchadas de grasa.
— Bueno, tengo que irme.
Mañana he de tomar un avión muy temprano. Cuide de su hija, ¿de acuerdo, señora
Esposito?
Cuando la miró a los
ojos, temió que Lali pudiera ver en su corazón lo que él no quería ver... que
apenas unas horas después de conocerla, la idea de no volver a verla le encogía
el alma.
— Adiós, señor Lanzani.
En la enorme habitación
de la lujosa y elegante casa de Atlanta, Lali estaba jugando con su hija de seis meses, Allegra, mientras el sol de junio se
colaba entre las cortinas.
Cuando sonó el teléfono
su corazón se aceleró. Era ridículo y lo sabía. Si no la había llamado en seis
meses, ¿por qué iba a llamarla aquel día? Pero acababa de leer en el periódico
que el piloto de carreras Jude Barrett estaba de vuelta en Atlanta y eso
significaba que Peter también estaría allí. Y podría llamarla si quisiera.
Pero no había querido.
A pesar de todo, el corazón
de Lali seguía acelerado cuando Clovis descolgó el teléfono en el vestíbulo.
La oyó hablar, pero no podía entender lo que decía. ¿Sería él por fin?
«No seas tonta, Lali.
Después de seis meses sin una sola llamada, es absurdo que sigas esperando», se
dijo a sí misma.
Aunque también podría
llamar ella. Había encontrado su número de teléfono en la guía... Pero no, no
podía llamar. ¿ Qué iba a decirle?
Peter estuvo a su lado en
uno de los peores momentos de su vida y quizá por eso lo convirtió en un héroe.
Pero seguramente se había olvidado de ella.
Cuando su ama de
llaves-niñera-secretaria entró en la habitación con el inalámbrico en la mano,
Lali intentó disimular los nervios.
Irene Clovis, una mujer
de pelo corto completamente blanco, le ofreció el teléfono.
—Siento estropearle el
día, pero es la auténtica señora Cavanaugh.
Lali dejó escapar un
suspiro. No era él. Nunca era él.
— Mi suegra otra vez.
—Lo siento —dijo su ama
de llaves, que había sido sargento en el ejército y no podía disimularlo—. Le
he dicho que se había fugado con un narcotraficante a bordo de una Harley, pero
no se lo ha creído. Luego le he dicho que estaba tiñéndole el pelo a Allegra de
azul y tampoco me ha creído.
— Ya me imagino. Pero
gracias por intentarlo, Clovis — sonrió Lali.
La sargento Irene Clovis
era la persona más extravagante y leal que había conocido nunca. Y con ella y
Allegra, tan protectora como una leona.
— De nada, señora. La
próxima vez le diré que se ha hecho budista y ha vendido a la cachorrilla a un
zoo de Berlín. Espero que eso la eche para atrás.
Después de decir tamaña
barbaridad, salió muy seria de la habitación.
Divertida, Lali la
observó girar militarmente hacia la izquierda por el pasillo. Sin duda iba a
torturar a la pobre Marta. No porque la cocinera mexicana hubiese hecho algo
malo, sino porque le gustaba aterrorizar a la gente. Cualquier día iba a
organizarse una batalla. Y esperaba no estar en casa para verlo.
Suspirando por el
inevitable altercado bilingüe y multicultural, Lali tapó el auricular con la
mano.
— Es la abuela, Allegra.
La abuela mala de Nueva York —le dijo a la niña. Allegra hizo una mueca, como si
estuviera a punto de llorar—. No llores, cielo — sonrió entonces, apretando su
manita —. Todo el mundo reacciona igual. Pero la abuela te adora y solo quiere
lo mejor para ti. Cuántas veces me lo ha dicho, ¿eh?
La expresión de la niña
cambió por completo, como si entendiera lo que su mamá estaba diciendo.
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