Era el día dos de enero.
Un día gris y lluvioso en Nueva York, con atascos, bocinas y mal genio. Un día
de gente cansada que volvía a casa corriendo. Mal día para Mariana Esposito, que
estaba esperando el renqueante ascensor en la consulta de su ginecólogo.
Acababa de recibir la
noticia de que iba a ser madre... muy pronto. Lo sabía, claro. Después de todo,
estaba embaraza más o menos de nueve meses. Las palabras claves: mas o menos.
Pero, aparentemente, iba
a ser «más». Su visita rutinaria al ginecólogo de repente ya no era rutinaria. Lali podía seguir oyendo las palabras de la doctora Suarez confirmándole que,
después de varias falsas alarmas, su hija podría nacer en cualquier momento.
Aunque seguía colocada de espaldas.
Siguiendo sus instrucciones,
debía tomar un taxi, ir a casa para buscar la maleta y después ingresar en el
hospital, donde la doctora estaría esperándola después de atender a otra
futura mamá que había acudido a la consulta con un problema urgente.
—Debería haberla obligado
a venir conmigo — murmuró Lali, en el pasillo.
Estaba siendo egoísta,
pensó. Pero tenía justificación. Las mujeres que están a punto de dar a luz
tienen ciertas prioridades.
—¿Qué me ha hecho pensar
que podía hacer esto sola? O mejor, ¿por qué cree la doctora que yo
tenía que saber al detalle cómo es una cesárea? Hágalo sin decirme nada, por
favor.
Lali se acarició el
hinchado vientre, dirigiendo sus palabras a la niña cuya imagen acababa de ver
en la ecografía.
«¿Sabes una cosa, princesa?
Podrías echarme una mano. Venga, date la vuelta. No hagas que tu madre pase un
mal rato...».
¿Madre? se quedó
pensativa.
—Ay, Dios mío, voy a ser
madre.
Nerviosa, volvió a pulsar
el botón del ascensor y.. Entonces vio su hinchada imagen reflejada en las
puertas de bronce.
—No puede ser—murmuró.
Pero sí, aquella imagen de espejos deformantes tenía que ser ella—. ¿Estás
diciéndome que he salido de casa con esta pinta?
Evidentemente así era,
porque el metal pulido no miente. Lo que veía era una cabeza de cabello rubio
pálido y un par de ojos hinchados sobre un cuerpo más hinchado todavía,
cubierto por un abrigo de lana negra.
Estupendo, parecía una
oveja negra a punto de ser esquilada. Lali apretó los labios, furiosa.
—¿Qué pasa con este
ascensor? Tengo que ir al hospital. Preferiblemente hoy.
Volvió a pulsar el
botón... diez veces, hasta que pudo controlarse.
«Cálmate, Lali. Puedes
hacerlo. Tienes que hacerlo. El cuarto de la niña está listo. Yo estoy lista.
Mi niña está lista».
«Podemos hacerlo,
cariño».
Justo entonces, una
campanilla le dijo que el ascensor había llegado por fin.
Las puertas se abrieron
sin incidentes. Estaba vacío. Tragándose un mal presentimiento, pulsó el
botón del primer piso y, anticipando el saltito, se sujetó a la barra. Pero,
insegura, miró alrededor. ¿El ascensor era así de viejo y renqueante cuando
subió a la consulta una hora antes?
Las puertas se cerraron
entonces.
—Chica, cálmate. Te estás
poniendo histérica — murmuró, respirando como le habían enseñado a hacerlo en
las clases de preparación al parto.
Bajo al piso catorce, al trece, doce, once...
—¿Ves? No pasa nada —se
dijo a sí misma, como si fuera su mejor amiga —. La imagen de una embarazada
atrapada en el ascensor es una de esas cosas de Hollywood. No ocurre en la vida
real.
El ascensor se detuvo en
seco. El corazón de Lali se detuvo también durante una décima de segundo, pero
la campanilla le indicó que todo iba bien.
«No pasa nada. Alguien ha
llamado al ascensor desde el décimo piso. Nada más».
Confirmando sus
conclusiones, las puertas se abrieron para dar entrada al pasajero... que
resultó ser un hombre guapísimo y altísimo. Lali abrió los ojos como platos.
Menudo tipazo.
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