martes, 9 de julio de 2013

Capítulo 1

Era el día dos de enero. Un día gris y lluvioso en Nueva York, con atascos, bocinas y mal genio. Un día de gente cansada que volvía a casa corriendo. Mal día para Mariana Esposito, que estaba esperando el renqueante ascensor en la consulta de su ginecólogo.
Acababa de recibir la noticia de que iba a ser madre... muy pronto. Lo sabía, claro. Después de todo, estaba embaraza más o menos de nueve meses. Las palabras claves: mas o menos.
Pero, aparentemente, iba a ser «más». Su visita rutinaria al ginecólogo de repente ya no era rutinaria. Lali podía seguir oyendo las palabras de la doctora Suarez confirmándole que, después de varias falsas alarmas, su hija podría nacer en cualquier momento. Aunque seguía colocada de espaldas.
Siguiendo sus instrucciones, debía tomar un taxi, ir a casa para buscar la maleta y después ingresar en el hospital, donde la doctora estaría esperándola después de atender a otra futura mamá que había acudido a la consulta con un problema urgente.
—Debería haberla obligado a venir conmigo — murmuró Lali, en el pasillo.
Estaba siendo egoísta, pensó. Pero tenía justificación. Las mujeres que están a punto de dar a luz tienen ciertas prioridades.
—¿Qué me ha hecho pensar que podía hacer esto sola? O mejor, ¿por qué cree la doctora que yo tenía que saber al detalle cómo es una cesárea? Hágalo sin decirme nada, por favor.
Lali se acarició el hinchado vientre, dirigiendo sus palabras a la niña cuya imagen acababa de ver en la ecografía.
«¿Sabes una cosa, princesa? Podrías echarme una mano. Venga, date la vuelta. No hagas que tu madre pase un mal rato...».
¿Madre? se quedó pensativa.
—Ay, Dios mío, voy a ser madre.
Nerviosa, volvió a pulsar el botón del ascensor y.. Entonces vio su hinchada imagen reflejada en las puertas de bronce.
—No puede ser—murmuró. Pero sí, aquella imagen de espejos deformantes tenía que ser ella—. ¿Estás diciéndome que he salido de casa con esta pinta?
Evidentemente así era, porque el metal pulido no miente. Lo que veía era una cabeza de cabello rubio pálido y un par de ojos hinchados sobre un cuerpo más hinchado todavía, cubierto por un abrigo de lana negra.
Estupendo, parecía una oveja negra a punto de ser esquilada. Lali apretó los labios, furiosa.
—¿Qué pasa con este ascensor? Tengo que ir al hospital. Preferiblemente hoy.
Volvió a pulsar el botón... diez veces, hasta que pudo controlarse.
«Cálmate, Lali. Puedes hacerlo. Tienes que hacerlo. El cuarto de la niña está listo. Yo estoy lista. Mi niña está lista».
«Podemos hacerlo, cariño».
Justo entonces, una campanilla le dijo que el ascensor había llegado por fin.
Las puertas se abrieron sin incidentes. Estaba vacío. Tragándose un mal presentimiento, pulsó el botón del primer piso y, anticipando el saltito, se sujetó a la barra. Pero, insegura, miró alrededor. ¿El ascensor era así de viejo y renqueante cuando subió a la consulta una hora antes?
Las puertas se cerraron entonces.
—Chica, cálmate. Te estás poniendo histérica — murmuró, respirando como le habían enseñado a hacerlo en las clases de preparación al parto.
Bajo al  piso catorce, al trece, doce, once...
—¿Ves? No pasa nada —se dijo a sí misma, como si fuera su mejor amiga —. La imagen de una embarazada atrapada en el ascensor es una de esas cosas de Hollywood. No ocurre en la vida real.
El ascensor se detuvo en seco. El corazón de Lali se detuvo también durante una décima de segundo, pero la campanilla le indicó que todo iba bien.
«No pasa nada. Alguien ha llamado al ascensor desde el décimo piso. Nada más».
Confirmando sus conclusiones, las puertas se abrieron para dar entrada al pasajero... que resultó ser un hombre guapísimo y altísimo. Lali abrió los ojos como platos. Menudo tipazo.

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