—Muy bien. De acuerdo. El
caso es...
Peter empezó a contarle la
historia y el papel que Allegra y ella debían interpretar. Pero no le contó lo
de Rocco Diamante. ¿Para qué? Si el hombre aparecía en Southwood llamaría a su
amigo, el jefe de policía, y las sacaría del pueblo inmediatamente. No había
razón para asustarla antes de tiempo.
Pero estaba convencido de
que Lali iba a decir que no. No solo eso; cuando terminara de contarle el
asunto, colgaría y cambiaría su número de teléfono, pensando que era un
demente.
—Ya veo —murmuró ella.
—No tienes que aceptar,
Lali. En serio. Piensas que estoy loco, ¿verdad?
—Debería pensarlo, pero
no lo pienso. ¿Sabes una cosa? Suena divertido. Y eso es exactamente lo que yo
necesito ahora mismo. De modo que sí. Allegra y yo iremos a Southwood contigo.
Peter se levantó de un
salto.
—¿De verdad? ¿Serás mi
esposa?
Al otro lado del hilo
hubo otro silencio.
—Seré tu esposa y Allegra será tu hija... durante un fin de semana. Nada más.
—Sí, claro. Un fin de
semana. Es todo lo que necesito —dijo él.
Ojalá estuviera tan
seguro. Pero no lo estaba. En absoluto. Y eso no podía ser bueno.
El sábado, a las doce,
Lali tenía una cita con Peter. La reunión de antiguos alumnos tendría lugar el
sábado siguiente, pero lo había invitado a su casa para hablar de los detalles.
Y para que se familiarizase con Allegra, claro. No serviría de nada hacerse
pasar por su mujer si la niña no quería saber nada de su «padre».
Pero esas razones, aunque
ciertas, no eran toda la verdad. Debía admitir que estaba deseando volver a
verlo. Tenía que saber si seguía afectándola como la afectó en aquel ascensor.
Pero la evidencia estaba
clara: su nerviosismo, la alegría al pensar que iba a volver a verlo y que no
pudiera dejar de pensar en él le decían que seguía afectándola de la misma
forma.
Quizá para siempre.
El problema era que no
podía hacer nada. Estaba confusa por su deseo de volver a estar con él y el
deseo de controlar sus sentimientos.
En cualquier caso, Peter estaba a punto de llegar y Lali se había cambiado veinte veces de ropa. Por el
momento, llevaba un vestido de flores, pero no estaba segura de si debía
cambiarse. Y tampoco estaba muy satisfecha con el vestido de su hija. Pero
Allegra tenía un puchero preparado por si su madre se atrevía a quitarle el
vestido otra vez, de modo que decidió no hacerlo.
Respetando los deseos de
la niña, Lali se dedicó en cambio a volver loca a toda la casa. Con Allegra en
brazos y Clovis pegada a sus talones fue habitación por habitación,
inspeccionando. Se decía a sí misma que debía revisar para que todo estuviera
limpio y en orden porque quería dar una buena impresión.
Era normal, ¿no?
Cuando llegó al cuarto de
estar miró alrededor, satisfecha.
—Perdone, señora, pero ni
siquiera en el ejército nos tomábamos tantas molestias para impresionar a un
general.
—No quiero impresionar a
nadie.
—¿No? Entonces, ¿por qué
está inspeccionando habitación por habitación?
—No estoy inspeccionando
nada. Solo quiero que el señor Lanzani se encuentre a gusto.
—Ya. Pues no se preocupe.
Yo creo que la casa está más que preparada para pasar revista. He contratado
dos criadas para dejarlo todo más limpio que una barraca de oficiales.
Hacía tiempo que Lali se
había resignado a que Clovis la llamara «señora» y a que usara esos términos
militares.
—Ya veo —murmuró, pasando
los dedos por una mesa —. Pues sí, está todo muy limpio.
—Somos profesionales,
señora.
—Gracias, Clovis.
—De nada, señora.
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