Era difícil decirlo.
Pero, desde luego, la escena en la que su madre y Lali se conocieron era lo
más parecido a una escena de duelo en el viejo oeste que había visto nunca.
Cuando Claudia salió del
coche, se quedó inmóvil durante unos segundos. Entonces Allegra empezó a llorar
y Lali empezó a llorar también.
Y entonces cayeron una en
brazos de otra, llorando a lágrima viva.
Él no pudo hacer nada más
que quedarse mirando la escena, mudo.
Entonces su madre se
volvió y le dio un golpe en el brazo por hacerlas llorar. Y por tenerlas
separadas durante tanto tiempo.
Peter no entendía nada.
Él entendía de circuitos
de carreras, de banderas, de deporte. Pero de mujeres, nada.
Y, por instinto de
supervivencia, decidió no decir palabra. Mientras tanto, su madre seguía contándole
a Lali los cotilleos del pueblo. Para cuando encontraron tres sillas vacías,
le había hablado de todo bicho viviente. La expresión agotada de Lali lo
demostraba a las claras.
Peter sabía que sería
imposible convencer a su madre de que no estaban casados. Estaba loca con su
nuera y su nieta, sencillamente. ¿Cómo podía robarle una ilusión así? Solo
podía hacer una cosa: aparentar un divorcio.
Contarle que las cosas no
iban bien entre ellos...
Se le encogió el estómago
al pensarlo. Sería mucho más fácil casarse con Lali, y besar el suelo que
pisara durante el resto de su vida, que explicarle a su madre que le había
dicho la verdad, que aquel matrimonio era una mentira.
Pero Claudia Lanzani no quería oír nada. Y, además, había preparado su habitación... con una cama
doble y una cuna. Una habitación que seguramente era más pequeña que el
vestidor de Lali en Atlanta.
Y, por supuesto, ella lo
había fulminado con la mirada al ver la cama. Su expresión decía claramente que
iba a dormir en el suelo durante todo el fin de semana.
Lo que se merecía, claro.
Cuando acababan de
sentarse, aparecieron dos amigos de Peter para saludarlo. Recuerdos, bromas,
preguntas. Quién estaba calvo y quién no. Quién había engordado y quién no...
La única que no había
aparecido en la reunión, por el momento, era Bobby Jean. Y su marido, el
mafioso.
¿Dónde estaría? O mejor,
¿qué estaría planeando? ¿Una entrada espectacular? Ese era su estilo, desde
luego. Todo el mundo sabía que estaba en el pueblo. Por lo visto, había llegado
a Southwood en una limosina negra, ni más ni menos. Una limosina negra. Y Peter sabía lo que eso significaba: la mafia. Afortunadamente, también le habían
dicho que había llegado sola.
Justo entonces, el hombre
al que más deseaba ver apareció a su lado: el jefe de policía de Southwood,
Gaston Dalmau.
—Dalmau, qué alegría
verte. Pero bueno... mírate. ¿Qué pasa, sigues creciendo?
El jefe de policía, con
traje de chaqueta, botas vaqueras y sombrero texano, era un hombre de casi dos
metros, con unos hombros como puertas y unos puños frente a los que no quería
ponerse nadie.
El hombre, antiguo
compañero de deportes, golpeó a Peter en la espalda, dejándolo momentáneamente
sin respiración.
—¿ Cómo estás, Peter?
—Mejor que nunca.
—¿Sigues con las
carreras?
—Ahí sigo. ¿Y tú, sigues
combatiendo el crimen?
—Aquí ya sabes que no hay
crímenes. Y eso que tengo una cárcel nueva. Me han dicho que has venido con tu
mujer y tu hija.
—Están ahí, con mi madre
—sonrió él.
Dalmau sonrió también. Por
supuesto, Peter lo había llamado la semana anterior para contarle la verdad. Es
mejor tener la ley del lado de uno. Además, le había pedido que comprobase si
el marido de Bobby Jean era realmente un mafioso.
—Una chica muy guapa.
—Por supuesto. No
esperarías menos de mí. ¿Qué tal Rocio y los niños?
—Tan bien como siempre.
Están por ahí, pero vendrán enseguida —contestó Dalmau—. ¿Sabes que Bobby Jean
ya ha llegado al pueblo?
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