— Lamento haberte hablado
así. Y gracias por quedarte conmigo.
Él sonrió.
—No hace falta que te
disculpes. Pero antes de que te pongas sentimental, recuerda que no tenía
alternativa.
—Estoy segura de que no
me habrías abandonado aunque hubieras podido hacerlo—murmuró Lali.
—No, es verdad. Me habría
quedado de todos modos a tu lado.
Después de decirlo, Peter se puso muy serio. Pero no sabía bien
por qué.
Las puertas del ascensor
se abrieron poco después. Y en el vestíbulo fueron recibidos por una multitud.
Fuera había una
ambulancia, un coche de bomberos y varios coches de policía. Más que traer un
niño al mundo, parecía que hubieran sobrevivido a una catástrofe.
Dentro del vestíbulo
había varios policías apartando a la gente para que los dejasen pasar. Delante
del ascensor, dos enfermeros con una camilla y, a su lado, una mujer de bata
blanca. La doctora Suarez presumiblemente, guapa, blanca y con cara de saber lo que tenía que hacer.
Solo faltaba una banda de
música.
Los enfermos
prácticamente le arrancaron a Lali de los brazos para tumbarla en la camilla
Debería alegrarse, se dijo a sí mismo. Y se alegraba, por ella. Pero,
absurdamente, sentía que no estaba preparada para dejarlo.
Entonces, uno de los
mecánicos del ascensor sorprendió a Peter dándole la enhorabuena por el próximo
nacimiento de su hijo. Y al oír eso, uno de los policías lo llevó hasta la
ambulancia.
— Pero yo no... — fue lo
único que pudo decir antes de que cerraran las puertas.
— Venga, papá —le dijo
uno de los enfermos—. Tenemos que salir pitando.
—Pero yo no... —intentó
decir Peter de nuevo. — No pasa nada. Vemos padres nerviosos todos los días.
La ambulancia arrancó,
abriéndose paso con la sirena y Peter intentó molestar lo menos posible. Por los
gemidos de Lali y por las órdenes de la doctora, las cosas iban más
deprisa de lo que habían previsto.
Y a él le sudaban las
manos.
El viaje al hospital, con
la ambulancia sorteando el atascado tráfico de Nueva York, para Peter fue como
bajar un rápido en el río Colorado. Y como no quería convertirse en el próximo
paciente, se sujetó a una barra de metal que había encima de su cabeza. Unos
minutos después, aunque a él le habían parecido horas, llegaban al hospital.
En unos segundos, la
camilla de Lali había desaparecido y Peter no sabía qué hacer... hasta que uno
de los enfermeros lo tomó del brazo.
Entonces decidió dejar de
protestar. En lugar de hacerlo, se preguntó si cada vez que nacía un niño se
montaba aquella feria... y debía ser así. Iba a nacer un niño, un ser humano
nuevo y diferente de los demás.
El pensamiento le hizo un
nudo en la garganta. Iba a ser padre... ¡No! Él no iba a ser padre, ¿qué
tonterías estaba pensando? Debían ser los nervios. Todo era tan emocionante...
Y ver sufrir a la pobre Lali le encogía el corazón.
Mientras iban corriendo
tras la camilla habría querido gritar que hicieran algo, que no la dejaran
sufrir. Aunque, por supuesto, ya estaban haciéndolo.
De repente, alguien le
puso una bata verde en la mano.
—Póngasela —le dijo una
enfermera con cara de perro—. Déjese solo los calzoncillos y los zapatos.
Quítese el reloj y no se mueva de aquí hasta que venga a buscarlo. Y una vez en
el quirófano, intente no molestar. Si se pone enfermo o se marea, es problema
suyo. ¿De acuerdo?
—Pero es que yo...
—No se preocupe. Solo
verá la cabeza de su mujer. Dígale cosas bonitas y no moleste.
—Pero...
—Le doy cinco minutos
para cambiarse. Me llamo Pego Si hace todo lo que he dicho, nos llevaremos
bien. ¿De acuerdo?
—Sí, señora.
—Muy bien — murmuró ella,
abriendo la puerta de la habitación donde debía cambiarse.
Suspirando, Peter miró la
bata verde. No podía entrar en el quirófano para presenciar un parto. Solo
había ido a Nueva York para encargarse de un problema técnico de su equipo.
¿Quién iba a pensar que el bufete del abogado estaba en el mismo edificio que
una consulta de obstetricia y ginecología?
Entonces pensó en
marcharse. Se veía intentando escapar del hospital... y siendo atrapado por
Peg. Eso sí que no.
Nervioso, se puso la bata
verde a toda prisa. No dudaba ni por un segundo que la enfermera estaba esperando en la puerta como un centinela.
Y que lo metería en el quirófano en calzoncillos a si no estaba listo en cinco
minutos.
Cuando estaba atándose la
bata se abrió la puerta y Peg lo miró de arriba abajo con gesto de
desaprobación. Peter sintió el deseo de hacer un saludo militar.
— Muy bien. Vamos.
—Mire, yo no soy el
padre...
— Ya —lo interrumpió la
enfermera—. Y todos los que están en la cárcel son inocentes.
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