miércoles, 17 de julio de 2013

Capítulo 6

— Lamento haberte hablado así. Y gracias por quedarte conmigo.
Él sonrió.
—No hace falta que te disculpes. Pero antes de que te pongas sentimental, recuerda que no tenía alternativa.
—Estoy segura de que no me habrías abandonado aunque hubieras podido hacerlo—murmuró Lali.
—No, es verdad. Me habría quedado de todos modos a tu lado.
Después de decirlo, Peter se puso muy serio.  Pero no sabía bien por qué.
  
Las puertas del ascensor se abrieron poco después. Y en el vestíbulo fueron recibidos por una multitud.
Fuera había una ambulancia, un coche de bomberos y varios coches de policía. Más que traer un niño al mundo, parecía que hubieran sobrevivido a una catástrofe.
Dentro del vestíbulo había varios policías apartando a la gente para que los dejasen pasar. Delante del ascensor, dos enfermeros con una camilla y, a su lado, una mujer de bata blanca. La doctora Suarez presumiblemente, guapa, blanca y con cara de saber lo que tenía que hacer.
Solo faltaba una banda de música.
Los enfermos prácticamente le arrancaron a Lali de los brazos para tumbarla en la camilla Debería alegrarse, se dijo a sí mismo. Y se alegraba, por ella. Pero, absurdamente, sentía que no estaba preparada para dejarlo.
Entonces, uno de los mecánicos del ascensor sorprendió a Peter dándole la enhorabuena por el próximo nacimiento de su hijo. Y al oír eso, uno de los policías lo llevó hasta la ambulancia.
— Pero yo no... — fue lo único que pudo decir antes de que cerraran las puertas.
— Venga, papá —le dijo uno de los enfermos—. Tenemos que salir pitando.
—Pero yo no... —intentó decir Peter de nuevo. — No pasa nada. Vemos padres nerviosos todos los días.
La ambulancia arrancó, abriéndose paso con la sirena y Peter intentó molestar lo menos posible. Por los gemidos de Lali y por las órdenes de la doctora, las cosas iban más deprisa de lo que habían previsto.
Y a él le sudaban las manos.
El viaje al hospital, con la ambulancia sorteando el atascado tráfico de Nueva York, para Peter fue como bajar un rápido en el río Colorado. Y como no quería convertirse en el próximo paciente, se sujetó a una barra de metal que había encima de su cabeza. Unos minutos después, aunque a él le habían parecido horas, llegaban al hospital.
En unos segundos, la camilla de Lali había desaparecido y Peter no sabía qué hacer... hasta que uno de los enfermeros lo tomó del brazo.
Entonces decidió dejar de protestar. En lugar de hacerlo, se preguntó si cada vez que nacía un niño se montaba aquella feria... y debía ser así. Iba a nacer un niño, un ser humano nuevo y diferente de los demás.
El pensamiento le hizo un nudo en la garganta. Iba a ser padre... ¡No! Él no iba a ser padre, ¿qué tonterías estaba pensando? Debían ser los nervios. Todo era tan emocionante... Y ver sufrir a la pobre Lali le encogía el corazón.
Mientras iban corriendo tras la camilla habría querido gritar que hicieran algo, que no la dejaran sufrir. Aunque, por supuesto, ya estaban haciéndolo.
De repente, alguien le puso una bata verde en la mano.
—Póngasela —le dijo una enfermera con cara de perro—. Déjese solo los calzoncillos y los zapatos. Quítese el reloj y no se mueva de aquí hasta que venga a buscarlo. Y una vez en el quirófano, intente no molestar. Si se pone enfermo o se marea, es problema suyo. ¿De acuerdo?
—Pero es que yo...
—No se preocupe. Solo verá la cabeza de su mujer. Dígale cosas bonitas y no moleste.
—Pero...
—Le doy cinco minutos para cambiarse. Me llamo Pego Si hace todo lo que he dicho, nos llevaremos bien. ¿De acuerdo?
—Sí, señora.
—Muy bien — murmuró ella, abriendo la puerta de la habitación donde debía cambiarse.
Suspirando, Peter miró la bata verde. No podía entrar en el quirófano para presenciar un parto. Solo había ido a Nueva York para encargarse de un problema técnico de su equipo. ¿Quién iba a pensar que el bufete del abogado estaba en el mismo edificio que una consulta de obstetricia y ginecología?
Entonces pensó en marcharse. Se veía intentando escapar del hospital... y siendo atrapado por Peg. Eso sí que no.
Nervioso, se puso la bata verde a toda prisa. No dudaba ni por un segundo que la enfermera  estaba esperando en la puerta como un centinela. Y que lo metería en el quirófano en calzoncillos a si no estaba listo en cinco minutos.
Cuando estaba atándose la bata se abrió la puerta y Peg lo miró de arriba abajo con gesto de desaprobación. Peter sintió el deseo de hacer un saludo militar.
— Muy bien. Vamos.
—Mire, yo no soy el padre...

— Ya —lo interrumpió la enfermera—. Y todos los que están en la cárcel son inocentes. 

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