martes, 23 de julio de 2013

Capítulo 18

Lali descubrió entonces que había un cuadro torcido.
—¿Has visto eso? Ese cuadro está torcido — murmuró, poniéndose de puntillas para colocarlo.
—Yo lo haré, señora —dijo Clovis. Pero no lo puso recto, todo lo contrario—. Ya está.
Ella dejó escapar un suspiro.
—El señor Lanzani se quedará a comer. ¿Marta ha preparado el menú que le indiqué?
—Sí, señora. Le dije que sufriría un consejo de guerra si no hacía lo que se le había pedido.
—¿ Y cómo se lo ha dicho si no habla nuestro idioma?
Clovis sonrió.
—Conozco algunas palabras en su idioma, señora. Pero creo que la que usé fue «muerte».
—¿Muerte? ¿Le has dicho que voy a matarla?
—Al amanecer —contestó el ama de llaves—. ¿Me he pasado, señora?
—Eso explica los gritos de Marta anoche.
—¿Ha gritado?
En ese momento sonó el timbre. Un timbre que debería sonar con una melodía armoniosa. Pero no. Clovis lo había cambiado y tocaba el himno norteamericano.
Lali la reprobó con la mirada, pero el ama de llaves se encogió de hombros, tan fresca.
—Perdone, señora, pero creo que ha llegado su invitado.
«Su invitado». Aquellas palabras hicieron que le temblaran las rodillas.
—No me traigas su cabeza en una bandeja, ¿de acuerdo? Lo quiero entero, Clovis.
—Lo que usted diga, señora.
La mujer, vestida con pantalones y camisa verde oliva, se dio la vuelta con un gesto militar.
Lali se miró al espejo para comprobar que tenía buena cara. Tenía buena cara, pero el pelo hecho un asco. No tenía vida, ni cuerpo. Caía liso, sin alegría ninguna.
Estupendo. Muy bien, si no podía ser preciosa, al menos sería elegante.
Suspirando, se dejó caer en el sofá con la niña en brazos. Y entonces descubrió que Allegra tenía los pelos de punta. Horrorizada, se chupó dos dedos y, con la técnica de todas las madres, intentó colocarle los rizos.
Solo quería que estuviera guapa. ¿Tan horrible era eso? Lo era para Allegra, que no había sido consultada. Aparentemente, aquello fue la gota que colmó el vaso. Como si estuviera completamente frustrada por las demandas de su madre, la niña abrió la boca y empezó a gritar a pleno pulmón.
 Peter miró el timbre, atónito. Frente a la puerta de la mansión colonial, en un barrio de casas que humillarían a cualquiera, casi se puso firme. El himno americano es algo que un hombre que ha estado en el ejército no puede ignorar.
Pero si el sonido del timbre lo había dejado perplejo, se quedó helado al ver a la mujer que abrió la puerta. Alta, con el pelo corto y vestida con lo que parecía un uniforme, lo miraba como si quisiera alistarlo. O fusilarlo.
—¿Sí?
Peter se dijo a sí mismo que aquella sensación de estar en territorio peligroso era absurda. Sonriendo, intentó portarse como una persona normal.
—Hola, soy Peter Lanzani. La señora Esposito está esperándome...
Dentro de la casa se oía el llanto de un niño, pero la mujer no le prestó atención. Se limitó a mirarlo de arriba abajo como si fuera un general en día de revista.
Afortunadamente, Peter se había puesto unos pantalones nuevos de color beige y un polo azul claro. Y como se había cortado el pelo por la mañana, esperaba pasar la inspección. Aunque dudó un momento cuando ella hizo un gesto de desdén al ver los mocasines.
—No está mal. Entre —dijo la mujer.
Suspirando, Peter entró en el lujoso vestíbulo. Tan lujoso que tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar un silbido. Desde luego, Lali era una mujer muy rica.
La única casa parecida que él había visto era la casa de Jude Barrett. Además de esa, nunca había visto nada tan sofisticado. La de sus padres era una casa pequeña, con un porche de madera y rosales en la parte de atrás. Y su apartamento en Atlanta era una caja de zapatos.

Intentaba imaginarse a sí mismo entrando en aquella casa cada noche y diciendo «hola, cariño», mientras cerraba la enorme puerta de roble. Y entonces Lali saldría sonriendo para darle la bienvenida... 

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