Lali descubrió entonces
que había un cuadro torcido.
—¿Has visto eso? Ese
cuadro está torcido — murmuró, poniéndose de puntillas para colocarlo.
—Yo lo haré, señora —dijo
Clovis. Pero no lo puso recto, todo lo contrario—. Ya está.
Ella dejó escapar un
suspiro.
—El señor Lanzani se
quedará a comer. ¿Marta ha preparado el menú que le indiqué?
—Sí, señora. Le dije que
sufriría un consejo de guerra si no hacía lo que se le había pedido.
—¿ Y cómo se lo ha dicho
si no habla nuestro idioma?
Clovis sonrió.
—Conozco algunas palabras
en su idioma, señora. Pero creo que la que usé fue «muerte».
—¿Muerte? ¿Le has dicho
que voy a matarla?
—Al amanecer —contestó el
ama de llaves—. ¿Me he pasado, señora?
—Eso explica los gritos
de Marta anoche.
—¿Ha gritado?
En ese momento sonó el
timbre. Un timbre que debería sonar con una melodía armoniosa. Pero no. Clovis
lo había cambiado y tocaba el himno norteamericano.
Lali la reprobó con la
mirada, pero el ama de llaves se encogió de hombros, tan fresca.
—Perdone, señora, pero
creo que ha llegado su invitado.
«Su invitado». Aquellas
palabras hicieron que le temblaran las rodillas.
—No me traigas su cabeza
en una bandeja, ¿de acuerdo? Lo quiero entero, Clovis.
—Lo que usted diga,
señora.
La mujer, vestida con
pantalones y camisa verde oliva, se dio la vuelta con un gesto militar.
Lali se miró al espejo
para comprobar que tenía buena cara. Tenía buena cara, pero el pelo hecho un
asco. No tenía vida, ni cuerpo. Caía liso, sin alegría ninguna.
Estupendo. Muy bien, si
no podía ser preciosa, al menos sería elegante.
Suspirando, se dejó caer
en el sofá con la niña en brazos. Y entonces descubrió que Allegra tenía los
pelos de punta. Horrorizada, se chupó dos dedos y, con la técnica de todas las
madres, intentó colocarle los rizos.
Solo quería que estuviera
guapa. ¿Tan horrible era eso? Lo era para Allegra, que no había sido consultada.
Aparentemente, aquello fue la gota que colmó el vaso. Como si estuviera
completamente frustrada por las demandas de su madre, la niña abrió la boca y
empezó a gritar a pleno pulmón.
Peter miró el timbre,
atónito. Frente a la puerta de la mansión colonial, en un barrio de casas que
humillarían a cualquiera, casi se puso firme. El himno americano es algo que un
hombre que ha estado en el ejército no puede ignorar.
Pero si el sonido del
timbre lo había dejado perplejo, se quedó helado al ver a la mujer que abrió la
puerta. Alta, con el pelo corto y vestida con lo que parecía un uniforme, lo
miraba como si quisiera alistarlo. O fusilarlo.
—¿Sí?
Peter se dijo a sí mismo
que aquella sensación de estar en territorio peligroso era absurda. Sonriendo,
intentó portarse como una persona normal.
—Hola, soy Peter Lanzani.
La señora Esposito está esperándome...
Dentro de la casa se oía
el llanto de un niño, pero la mujer no le prestó atención. Se limitó a mirarlo
de arriba abajo como si fuera un general en día de revista.
Afortunadamente, Peter se
había puesto unos pantalones nuevos de color beige y un polo azul claro. Y como
se había cortado el pelo por la mañana, esperaba pasar la inspección. Aunque
dudó un momento cuando ella hizo un gesto de desdén al ver los mocasines.
—No está mal. Entre —dijo
la mujer.
Suspirando, Peter entró en
el lujoso vestíbulo. Tan lujoso que tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar
un silbido. Desde luego, Lali era una mujer muy rica.
La única casa parecida
que él había visto era la casa de Jude Barrett. Además de esa, nunca había
visto nada tan sofisticado. La de sus padres era una casa pequeña, con un
porche de madera y rosales en la parte de atrás. Y su apartamento en Atlanta
era una caja de zapatos.
Intentaba imaginarse a sí
mismo entrando en aquella casa cada noche y diciendo «hola, cariño», mientras
cerraba la enorme puerta de roble. Y entonces Lali saldría sonriendo para
darle la bienvenida...
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