miércoles, 10 de julio de 2013

Capítulo 2

Al verla, el hombre se quedó parado. Evidentemente, su presencia lo había afectado tanto como a ella. Pero, sin duda, por diferentes razones. Después de todo, Lali estaba embarazada de nueve meses y él... bueno, él no. Además, debería estar en una valla publicitaria, en una postura que lo obligase a mostrar los músculos. Si fuera posible, todos los músculos. Y no llevar nada de ropa.
Tenía los ojos verdes, el pelo rubio oscuro, mentón cuadrado, hombros anchos, cara de actor de cine... y las cejas levantadas al verla. Pero Lali entendía esa expresión de susto porque debía de parecer un globo aerostático. Sonrió, intentando que el pobre no se muriera del susto, y él le devolvió la sonrisa.
—No, gracias. He visto la película y no termina bien. Prefiero esperar —dijo, dando un paso atrás —. Hasta luego.
Ella no podía dejarlo ir. No sabía por qué, pero simplemente no podía dejarlo ir. Decidida, pulsó el botón de apertura de puertas.
—Espere. ¿Por qué no entra? Le aseguro que llegará a la edad de jubilación antes de que este ascensor vuelva a subir al décimo.
Él la miró y después miró hacia el pasillo. Lali esperó, conteniendo el aliento. Intentaba decirse a sí misma que no quería estar sola en el ascensor por si acaso se quedaba atascada entre dos pisos, pero ni ella misma se lo creía. La verdad era que aquel hombre tenía algo... especial. Algo que la afectaba, incluso aquel día, en sus condiciones. Y, sencillamente, lo quería a su lado en el ascensor.
Pero él no quería estar encerrado con ella. Sonriendo, el hombre miró su abdomen. Lali hubiera deseado meter tripa, pero el cuerpo humano no tiene músculos suficientes para eso.
—Estoy embarazada, no es nada contagioso.
El de los ojos verdes se puso colorado. Pero luego soltó una carcajada.
—Usted gana. Me arriesgaré. Con  paso seguro, entró en el ascensor y pulsó el botón del primer piso.
Pero no pasó nada. Lali contuvo el aliento y entonces, con una especie de chillido dramático, las puertas se cerraron. El ascensor, tosiendo y suspirando como una locomotora asmática, empezó a descender.
Justo entonces su compañero de viaje se volvió con una sonrisa que habría desarmado a cualquiera.
—Si no le importa que pregunte... ¿cuándo sale de cuentas? Y no me diga que ayer.
—Muy bien. Salgo de cuentas dentro de una semana — contestó Lali—. Pero estoy de parto, así que me voy al hospital.
El hombre la miró, atónito.
—¿De parto? Ahora que empezábamos a llevarnos bien...
—No ha sido idea mía. Lo siento.
—Ya me lo imagino. Y le advierto que, como mecánico del equipo de carreras de Jude Barrett,  puedo desguazar un coche y volver a montarlo en cinco minutos. Pero no sé nada de traer niños al mundo. Así que, a menos que necesite un cambio de aceite o una reparación de manguitos, sugiero que se comporte, ¿me oye?
Eso la hizo reír.
—Intentaré comportarme —dijo Lali, alegrándose de haberlo «obligado» a entrar con ella en el ascensor —. Es usted del sur, ¿no?
—¿Cómo lo ha sabido? —Bromeó él, intentando disimular su acento.
—Es que soy muy lista.
—Soy de Atlanta; bueno, de un pueblo cerca de Atlanta del que nadie ha oído hablar.
—¿Cuál?
—Southwood.
—Ah, qué bien. ¿Y cómo se llama?
—Juan Pedro Lanzani, pero mis amigos me llaman Peter. ¿Y usted es...?
—De Atlanta no — sonrió Lali, estrechando su mano. Aunque él la tenía muy grande no apretó la suya, algo que sus hinchados dedos agradecieron infinito —. Me llamo Mariana Espósito y soy de Canandaigua, Nueva York, a las afueras de Rochester. Pero ahora vivo en Manhattan. Y tengo una casa en Atlanta.
Como si el destino hubiera estado esperando que admitiera eso, el diabólico ascensor se detuvo entre dos pisos con un chasquido metálico y un crujido de cables que no sonó nada, pero nada bien. Lali apretó la mano del hombre.

—Oh, no.

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