Al verla, el hombre se
quedó parado. Evidentemente, su presencia lo había afectado tanto como a ella.
Pero, sin duda, por diferentes razones. Después de todo, Lali estaba
embarazada de nueve meses y él... bueno, él no. Además, debería estar en una
valla publicitaria, en una postura que lo obligase a mostrar los músculos. Si
fuera posible, todos los músculos. Y no llevar nada de ropa.
Tenía los ojos verdes, el
pelo rubio oscuro, mentón cuadrado, hombros anchos, cara de actor de cine... y
las cejas levantadas al verla. Pero Lali entendía esa expresión de susto
porque debía de parecer un globo aerostático. Sonrió, intentando que el pobre
no se muriera del susto, y él le devolvió la sonrisa.
—No, gracias. He visto la
película y no termina bien. Prefiero esperar —dijo, dando un paso atrás —.
Hasta luego.
Ella no podía dejarlo ir.
No sabía por qué, pero simplemente no podía dejarlo ir. Decidida, pulsó el
botón de apertura de puertas.
—Espere. ¿Por qué no
entra? Le aseguro que llegará a la edad de jubilación antes de que este
ascensor vuelva a subir al décimo.
Él la miró y después miró
hacia el pasillo. Lali esperó, conteniendo el aliento. Intentaba decirse a sí
misma que no quería estar sola en el ascensor por si acaso se quedaba atascada
entre dos pisos, pero ni ella misma se lo creía. La verdad era que aquel hombre
tenía algo... especial. Algo que la afectaba, incluso aquel día, en sus
condiciones. Y, sencillamente, lo quería a su lado en el ascensor.
Pero él no quería estar
encerrado con ella. Sonriendo, el hombre miró su abdomen. Lali hubiera deseado
meter tripa, pero el cuerpo humano no tiene músculos suficientes para eso.
—Estoy embarazada, no es
nada contagioso.
El de los ojos verdes se
puso colorado. Pero luego soltó una carcajada.
—Usted gana. Me
arriesgaré. Con paso seguro, entró en el
ascensor y pulsó el botón del primer piso.
Pero no pasó nada. Lali contuvo el aliento y entonces, con una especie de chillido dramático, las
puertas se cerraron. El ascensor, tosiendo y suspirando como una locomotora
asmática, empezó a descender.
Justo entonces su
compañero de viaje se volvió con una sonrisa que habría desarmado a cualquiera.
—Si no le importa que
pregunte... ¿cuándo sale de cuentas? Y no me diga que ayer.
—Muy bien. Salgo de
cuentas dentro de una semana — contestó Lali—. Pero estoy de parto, así que
me voy al hospital.
El hombre la miró,
atónito.
—¿De parto? Ahora que
empezábamos a llevarnos bien...
—No ha sido idea mía. Lo
siento.
—Ya me lo imagino. Y le
advierto que, como mecánico del equipo de carreras de Jude Barrett, puedo desguazar un coche y volver a montarlo
en cinco minutos. Pero no sé nada de traer niños al mundo. Así que, a menos que
necesite un cambio de aceite o una reparación de manguitos, sugiero que se
comporte, ¿me oye?
Eso la hizo reír.
—Intentaré comportarme
—dijo Lali, alegrándose de haberlo «obligado» a entrar con ella en el ascensor
—. Es usted del sur, ¿no?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Bromeó él, intentando disimular su acento.
—Es que soy muy lista.
—Soy de Atlanta; bueno,
de un pueblo cerca de Atlanta del que nadie ha oído hablar.
—¿Cuál?
—Southwood.
—Ah, qué bien. ¿Y cómo se
llama?
—Juan Pedro Lanzani,
pero mis amigos me llaman Peter. ¿Y usted es...?
—De Atlanta no — sonrió
Lali, estrechando su mano. Aunque él la tenía muy grande no apretó la suya,
algo que sus hinchados dedos agradecieron infinito —. Me llamo Mariana Espósito y soy de Canandaigua, Nueva York, a las afueras de Rochester. Pero ahora vivo
en Manhattan. Y tengo una casa en Atlanta.
Como si el destino
hubiera estado esperando que admitiera eso, el diabólico ascensor se detuvo
entre dos pisos con un chasquido metálico y un crujido de cables que no sonó
nada, pero nada bien. Lali apretó la mano del hombre.
—Oh, no.
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