Dos horas más tarde, Peter estaba sentado en un horrible sofá de vinilo verde, mirando la televisión. Pero
no veía ni oía nada.
Había visto nacer a una
niña. Una persona diminuta, pero perfecta. Y, á juzgar por sus gritos, no muy
contenta de haber llegado al mundo.
Nunca había visto nada
tan hermoso. Allegra, la llamó su madre. Sana, gordita, preciosa. Con el
pelo de color miel y un par de pulmones de categoría.
Peter no podía disimular
que estaba emocionado. Se le había caído una lágrima en el quirófano y fue
entonces cuando la doctora se fijó en él y le dijo a todo el mundo que
no era el padre de la criatura. Ni el marido de Lali. Ni siquiera el novio.
Solo el tipo que se había quedado encerrado con ella en el ascensor. Un
completo extraño.
Peg amenazó con cortarle
la cabeza cuando salió del quirófano. Le había dicho que se quedara en la sala
de espera, sin moverse. Y él obedeció. Le recordaba a un sargento que tuvo
cuando hacía el servicio militar. Oliver Dimwitty. Un hombre tan serio que
ningún recluta se atrevía a hacer bromas con él.
En ese momento la doctora entró en la sala de espera. Era una chica muy guapa, con el pelo de
color rubio, los ojos verdes y una sonrisa preciosa.
Al contrario que Peg, que
iba tras ella con cara de pocos amigos.
—No quería que lo echasen
del quirófano. Pero no podía estar allí.
—Lo sé. ¿Cómo está Lali?
—Muy bien. Y la niña
también. Allegra ha pesado tres kilos cuatrocientos gramos y mide cuarenta y
siete centímetros. Una niña muy sana que tiene la buena suerte de parecerse a
su madre.
— Desde luego.
— La mamá también está
bien. Un poco aturdida, pero bien.
Peter se dio cuenta de que
estaba escuchando cada detalle como si
fuese el verdadero padre. Y no lo era.
—Me alegro. La verdad es
que me asusté un poco en el ascensor. Pero bien está lo que bien acaba. Gracias
a usted.
La doctora sonrió.
— Y a usted. Dice que se
asustó, pero no parecía asustado.
— Porque no vio cómo me
subía por las paredes. Literalmente.
— A cualquiera le habría
pasado lo mismo. Pero esto aún no ha terminado. Si usted no quiere que termine.
— ¿ Qué quiere decir?
—Lali me ha dicho que le
gustaría darle las gracias.
Peter controló una sonrisa
de felicidad antes de que apareciera en su rostro. No podía atarse a aquella
chica. Lali no era su mujer y Allegra no era su hija. Una esposa y un hijo era
algo que había pospuesto debido a su ritmo de vida. La verdad era que debía
marcharse. Inmediatamente.
—Es muy amable por su
parte, pero...
— Venga, vamos a ver a la
madre —quien había hablado era, por supuesto, Peg —. Vamos, muévase.
— Ya veo por qué la ha
traído —sonrió Peter—. Cualquiera le dice que no.
— Tendrá que perdonamos. Mariana es una persona muy especial para nosotros. Lo ha pasado mal,
señor Lanzani. Y no me refiero solo al parto.
— Lo sé — murmuró él—. Me
ha contado lo de su marido. Una tragedia.
—Sí, aunque las
circunstancias fueron cómicas, es una tragedia.
— ¿ Y qué puedo hacer yo?
— No lo sé. Pero Lali quiere verlo y como su familia no ha llegado todavía...
— Ah, muy bien. Gracias
por todo, doctora.
— De nada — sonrió ella
—. Tengo que irme. El pediatra está examinando a Allegra y voy a echarle una
mano. Peg lo llevará a la habitación.
Cuando la ginecóloga
salió de la sala, Peter miró a la enfermera con expresión burlona.
—La seguiré hasta el fin
del mundo.
Peg se puso en jarras.
—Mi primer marido era un
tipo del sur, como usted. El mayor error que he cometido en toda mi vida. Así
que no pruebe sus encantos sureños conmigo porque no le servirán de nada.
Además, soy una mujer casada.
Peter sonrió.
—Sí, señora. Pero dígame
una cosa... ¿por qué las mejores siempre están casadas?
—No todas —dijo Peg—. La
señora Esposito no lo está.
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