Lali, con los
ojos cerrados y el pelo empapado de sudor, estaba tumbada en la cama.
Pero ni su palidez ni el
horrible pijama del hospital podían, en opinión de Peter, disimular su
atractivo. Le habían puesto una vía en el brazo derecho y, al otro lado, un
monitor controlaba los latidos de su corazón.
Creyéndola dormida, se
sentó al borde de la cama y se puso a mirar alrededor. Aquella no era una habitación
normal, parecía más bien una suite. Pero, claro, ella había dicho que su marido
era millonario. Su difunto marido, se corrigió a sí mismo, recordando las
palabras de Peg.
Peter sonrió. Peg no le
había preguntado si estaba casado. Debía dar por sentado que seguía soltero.
Justo entonces Lali abrió los ojos y una sonrisa iluminó su rostro. Una sonrisa débil, pero una
sonrisa al fin y al cabo. Parpadeando, se pasó la punta de la lengua por los
labios resecos.
—Estás aquí —dijo, casi
sin voz—. Y me gusta mucho esa bata verde. Té queda muy bien.
—¿Esto? Es un trajecito
que guardo en él armario para ocasiones especiales.
Lali sonrió de nuevo y
esa sonrisa le hizo algo por dentro.
— Me alegro mucho de que
estés aquí, Peter Lanzani.
Con el corazón acelerado
y más afectado de lo que hubiera querido admitir, Peter reconoció que debía irse
de allí enseguida. Antes de que aquella mujer lo volviera loco del todo.
— Yo también me alegro
—murmuró. Después de eso no sabía qué
decir y el silencio se alargó, incómodo y cargado de... emociones.
Entonces recordó lo que le había dicho
Peg —. ¿Quieres agua? Me han dicho que tienes que beber.
La sonrisa de Lali se
convirtió en una mueca de dolor.
—¿Tienes un poco de
ginebra?
Se permitía el lujo de
bromear después de lo que había pasado. Desde luego, era una mujer
extraordinaria.
—Maldita sea... Sabía que
se me olvidaba algo. ¿Quieres que vaya a comprar unas latas de cerveza?
Lali sonrió otra vez,
iluminando la habitación.
—De verdad me alegra que
estés aquí. Temía que te hubieras marchado y quería darte las gracias. No sé
qué habría hecho sin ti.
—No he hecho nada —
murmuró él, entrando en el cuarto de baño para llenar un vaso de agua.
—¿Cómo que no?
—No tienes que darme las
gracias, Lali. Hice lo que habría hecho cualquiera. En realidad, nada.
Los ojos de color
caramelo... un color muy poco habitual, se clavaron en él. Parecía entender sus
dudas, su nerviosismo. Sus ganas de marcharse. Una sonrisa triste apareció en
sus labios entonces.
— Al menos, estuviste a
mi lado.
—Eso no me ha costado
nada. Eres una chica estupenda, Lali. Y una mamá estupenda. Enhorabuena —
sonrió Peter—. Debería haberte comprado flores o un peluche para Allegra, pero
Peg no me ha dejado bajar a la tienda.
—¿Peg?
—La enfermera. Cuidado
con ella. Solo puedo aconsejarte que la obedezcas en todo. Aunque te duela.
— Intentaré recordarlo.
Era el momento de
marcharse, pensó él entonces.
—Bueno, tengo que irme.
Ha sido un placer... —el corazón de Peter se encogió al ver la expresión de «no
te vayas» en sus ojos—. Ha sido un placer conocerte. Nunca podré entrar en un
ascensor sin acordarme de ti.
Lali levantó una mano y
él la apretó, luchando para no llevársela a los labios.
— Peter... —murmuró,
dándole a su nombre una intensidad que no había poseído antes -. Muchas
gracias. No quieres creerlo, pero has salvado mi vida y la de mi hija. Ojalá
pueda devolverte el favor algún día.
Él se apartó. Tanto para
evitar que ocurriese algo que no debía ocurrir como para que Peg no le clavase
un bisturí en la espalda.
—¿Devolverme el favor?
Vale, quizá un día puedas salvarme la vida.
— Dame el cuaderno que
hay sobre la mesa, por favor. Quiero darte mi número de teléfono. Si algún día
me necesitas, llámame.
— Y yo perdiendo el
tiempo en bares — intentó bromear Peter—. ¿Quién iba a decirme que para ligar
hay que ir a una maternidad? Aquí tengo una chica preciosa dándome su número de
teléfono...
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