—Hola, Ruth —dijo Lali entonces, al teléfono—. ¿Cómo estás?
Sentada en el suelo de la
habitación, se preparó para escuchar la letanía de su suegra. Allegra, mientras
tanto, tenía otras cosas que hacer. Como intentar mantenerse sentada sobre la
manta de colores. Para ella, esa era una demostración de la extrema inteligencia
y precocidad de su hija. Algo que había heredado de la familia materna, por
supuesto.
—No, Ruth, Clovis no está
borracha. Ni ha tomado drogas. Pero yo no la contraté. Lo hizo tu hijo... o
venía con la casa, no lo sé. Sí, le pediré que no te diga esas cosas tan
horribles... Sí, he visto el informe del tiempo. En el sur también tenemos
televisión... Sí, ya sé que hace mucho calor en Nueva York y que prefieres
estar en los Hampton... Eres muy amable, pero no podemos acompañarte. No
podemos... ¿Por qué?
«Porque no me da la
gana», le habría gustado decir. «Porque estoy harta de tus sutiles
manipulaciones y tus insultos a mi familia».
—Me temo que... tengo
cosas que hacer. Sí, eso que te conté... Sí, es muy importante.
Lali rezó en silencio
para que Allegra no la juzgase por mentir a su abuela, la imperial Ruth. Aquella mujer no dejaba que nadie olvidase quién era. Y tampoco
disimulaba su desilusión porque el heredero de su hijo no hubiera sido un niño.
Para ella, era terrible que su heredero no pudiese trasmitir el apellido. Como
si fueran los reyes del estado... Aunque, en realidad, eran los propietarios de
gran parte del estado.
— No, no creo que podamos
ir después. Tengo que llevar a Allegra al pediatra a finales de mes. No, no le
pasa nada. Es una visita de rutina. La niña está perfectamente.
«Sin contar que le ha
salido otra cabeza y alas de gárgola». Eso era lo que Clovis habría dicho.
—Pero gracias por
invitamos... Sí, si cambio de opinión te llamaré. No, no pienso mudarme a Nueva
York porque me gusta vivir aquí. Tengo amigos, un club... además, el tiempo es
estupendo para Allegra, así que nos quedamos en Atlanta... Siento que no te
guste mi decisión, pero así es — suspiró Lali—. Dale un beso a papá Rick de
nuestra parte, ¿de acuerdo? Sí, lo sé. Ya sé que he recuperado «ese horrible
acento del sur». Y me gusta mucho, por cierto. Bueno, adiós, Ruth.
Lali cortó la
comunicación y tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar el teléfono por la
ventana. En lugar de hacerlo, lo dejó en el suelo y observó a su hija
metiéndose el puñito en la boca y mirándola con aquellos ojos azules que le
recordaban tanto a su padre.
— Te están saliendo los
dientes, ¿eh, pequeñina? Toma, muerde esto —sonrió, ofreciéndole un juguete de
plástico duro.
Allegra abrió las manitas
para intentar agarrarlo... mucho mejor que cualquier otro niño de su edad.
Sonriente, se lo metió en la boca y miró a su madre, como esperando que se lo
quitara en cualquier momento.
Sonriendo, Lali se tumbó
en el suelo al lado de su hija.
— Ya sé que es tu juguete
favorito.
En realidad, no sabía si
era el juguete favorito de la niña, pero sí el suyo.
Porque lo había enviado Peter Lanzani tres meses antes, junto con una nota que decía simplemente: Espero
que todo vaya bien.
— Pues no va todo bien.
Te echo de menos. Solo pienso en ti. Y estás en Atlanta, Peter. Lo he leído en
los periódicos. ¿Por qué no me llamas? ¿No necesitas que te salve la vida... ni
siquiera un poquito?
A las afueras de Atlanta,
en un hangar que servía de cuartel general para el equipo de carreras de Jude
Barrett, Peter estaba mirando su correo. Facturas, facturas, facturas,
una carta de su madre, cartas del banco...
Vestido con el mono de
trabajo, se sentó en un taburete. Tras él, varios mecánicos daban un repaso a
la estrella del equipo: un brillante
coche rojo con él logo de varias empresas patrocinadoras.
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