viernes, 19 de julio de 2013

Capítulo 10

—Hola, Ruth —dijo Lali entonces, al teléfono—. ¿Cómo estás?
Sentada en el suelo de la habitación, se preparó para escuchar la letanía de su suegra. Allegra, mientras tanto, tenía otras cosas que hacer. Como intentar mantenerse sentada sobre la manta de colores. Para ella, esa era una demostración de la extrema inteligencia y precocidad de su hija. Algo que había heredado de la familia materna, por supuesto.
—No, Ruth, Clovis no está borracha. Ni ha tomado drogas. Pero yo no la contraté. Lo hizo tu hijo... o venía con la casa, no lo sé. Sí, le pediré que no te diga esas cosas tan horribles... Sí, he visto el informe del tiempo. En el sur también tenemos televisión... Sí, ya sé que hace mucho calor en Nueva York y que prefieres estar en los Hampton... Eres muy amable, pero no podemos acompañarte. No podemos... ¿Por qué?
«Porque no me da la gana», le habría gustado decir. «Porque estoy harta de tus sutiles manipulaciones y tus insultos a mi familia».
—Me temo que... tengo cosas que hacer. Sí, eso que te conté... Sí, es muy importante.
Lali rezó en silencio para que Allegra no la juzgase por mentir a su abuela, la imperial Ruth. Aquella mujer no dejaba que nadie olvidase quién era. Y tampoco disimulaba su desilusión porque el heredero de su hijo no hubiera sido un niño. Para ella, era terrible que su heredero no pudiese trasmitir el apellido. Como si fueran los reyes del estado... Aunque, en realidad, eran los propietarios de gran parte del estado.
— No, no creo que podamos ir después. Tengo que llevar a Allegra al pediatra a finales de mes. No, no le pasa nada. Es una visita de rutina. La niña está perfectamente.
«Sin contar que le ha salido otra cabeza y alas de gárgola». Eso era lo que Clovis habría dicho.
—Pero gracias por invitamos... Sí, si cambio de opinión te llamaré. No, no pienso mudarme a Nueva York porque me gusta vivir aquí. Tengo amigos, un club... además, el tiempo es estupendo para Allegra, así que nos quedamos en Atlanta... Siento que no te guste mi decisión, pero así es — suspiró Lali—. Dale un beso a papá Rick de nuestra parte, ¿de acuerdo? Sí, lo sé. Ya sé que he recuperado «ese horrible acento del sur». Y me gusta mucho, por cierto. Bueno, adiós, Ruth.
Lali cortó la comunicación y tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar el teléfono por la ventana. En lugar de hacerlo, lo dejó en el suelo y observó a su hija metiéndose el puñito en la boca y mirándola con aquellos ojos azules que le recordaban tanto a su padre.
— Te están saliendo los dientes, ¿eh, pequeñina? Toma, muerde esto —sonrió, ofreciéndole un juguete de plástico duro.
Allegra abrió las manitas para intentar agarrarlo... mucho mejor que cualquier otro niño de su edad. Sonriente, se lo metió en la boca y miró a su madre, como esperando que se lo quitara en cualquier momento.
Sonriendo, Lali se tumbó en el suelo al lado de su hija.
— Ya sé que es tu juguete favorito.
En realidad, no sabía si era el juguete favorito de la niña, pero sí el suyo.
Porque lo había enviado Peter Lanzani tres meses antes, junto con una nota que decía simplemente: Espero que todo vaya bien.
— Pues no va todo bien. Te echo de menos. Solo pienso en ti. Y estás en Atlanta, Peter. Lo he leído en los periódicos. ¿Por qué no me llamas? ¿No necesitas que te salve la vida... ni siquiera un poquito?
A las afueras de Atlanta, en un hangar que servía de cuartel general para el equipo de carreras de Jude Barrett, Peter estaba mirando su correo. Facturas, facturas, facturas, una carta de su madre, cartas del banco...

Vestido con el mono de trabajo, se sentó en un taburete. Tras él, varios mecánicos daban un repaso a la estrella del equipo:  un brillante coche rojo con él logo de varias empresas patrocinadoras. 

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