La gente hacía
comentarios en voz baja y Peter casi podía imaginarlos haciendo apuestas.
Ninguna por él, claro. Entonces los murmullos subieron de tono y supuso que el
mafioso acababa de aparecer en la puerta. Aunque no podía verlo porque los
matones se lo impedían.
—Mira, si tú no quieres
ser razonable, tendré que hablar con tu marido.
Bobby Jean se encogió de
hombros.
—Él también quería hablar
contigo. Por eso ha venido esta mañana a Southwood... pero cuando llamó a tu
casa nadie abrió la puerta — replicó, con muy mala intención.
—Nos está llamando
cobardes, hijo —intervino Claudia.
Entonces los matones se
acercaron a la puerta y volvieron después, rodeando a un hombre bajito con cara
de malas pulgas.
—Quedaos detrás de mí
—advirtió Peter.
—Parece uno de esos de la
mafia que salen en las películas — murmuró su madre.
—Mucho, Claudia. Incluso
demasiado — murmuró Lali, con expresión recelosa.
Antes de que ella pudiera
hacer nada, Peter dio un paso adelante para enfrentarse con el mafioso.
Por encima del hombro vio
que se saludaban amablemente, como si fueran vecinos. Y entonces se fijó de
nuevo en los matones... ¿de qué le sonaban?
Algo en el marido de
Bobby Jean también le resultaba familiar, pero no sabría decir qué. Había algo
raro en su pelo. Tan negro y brillante, tenía que ser teñido, seguro.
El problema era que
llevaba gafas de sol y no podía ver sus ojos.
Pero... le sonaba tanto
su cara. Sería mejor esperar para no meter la pata. Quizá su voz lo delataría.
—Entiendo que tenemos un
problema, señor Lanzani. He tenido que venir hasta aquí para solucionar la
situación. No me hace gracia que mi mujer me llame para decir que alguien le ha
pegado un puñetazo. No sé si me entiende.
La voz de Nico Diamante
era baja, ronca. Con acento de Nueva York, por supuesto. Para Lali, una mala
imitación de Marlon Brando en El Padrino. Aun así, había en él algo muy
familiar.
—Supongo que Bobby Jean
le habrá contado lo qué pasó. Y por qué pasó.
—No seas bocazas, Peter Lanzani —intervino ella entonces, tomando el brazo de su marido—. No le hagas
caso, cariño. Solo lo saludé y, de repente, me atacaron como lobos. Yo soy la
que tiene el labio hinchado.
Nico Diamante le dio un
golpecito en la mano.
—¿ Ve a lo que me
refiero, señor Lanzani? Tenemos un problema. A mí no me gusta que peguen a mi
mujer.
—A mí tampoco, señor
Diamante. Pero yo no le pegué. No he pegado a una mujer en toda mi vida.
—¿Está llamando mentirosa
a mi mujer? Porque estoy viendo cómo tiene la cara. ¿Cómo se ha hecho eso?
Aquello sí que era un
problema, pensó Lali. Por supuesto, Peter se cruzó de brazos, apretando los
labios. No iba a decir nada. Y con el instinto de protección de una madre que
se lanza delante de un autobús para salvar a su hijo, Lali dio un paso
adelante.
Peter intentó apartarla,
pero ella se soltó.
—Yo le pegué, señor
Diamante.
En la calle Mimosa podría
haberse oído la caída de un alfiler.
Pero la reacción del
hombre bajito de aspecto mafioso dejó helado a todo el mundo. Soltó el brazo de
su mujer y sonrió de oreja a oreja.
—¿Lali? ¿Eres tú?
—¿La conoces? —preguntó
Bobby Jean.
—¿Lo conoces? —preguntó
Peter.
—La conoce —escucharon un
murmullo de voces entre la multitud.
Lali se acercó a Nico Diamante, mafioso. Ja, ja. Enfadada, irritada y aliviada.
—Nicolas Riera, ¿eres tú?
—preguntó, quitándole las gafas de sol—. Serás... ¿Tu padre sabe que te has
llevado la limusina y los guardaespaldas?
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