sábado, 17 de agosto de 2013

Capítulo 39

La gente hacía comentarios en voz baja y Peter casi podía imaginarlos haciendo apuestas. Ninguna por él, claro. Entonces los murmullos subieron de tono y supuso que el mafioso acababa de aparecer en la puerta. Aunque no podía verlo porque los matones se lo impedían.
—Mira, si tú no quieres ser razonable, tendré que hablar con tu marido.
Bobby Jean se encogió de hombros.
—Él también quería hablar contigo. Por eso ha venido esta mañana a Southwood... pero cuando llamó a tu casa nadie abrió la puerta — replicó, con muy mala intención.
—Nos está llamando cobardes, hijo —intervino Claudia.
Entonces los matones se acercaron a la puerta y volvieron después, rodeando a un hombre bajito con cara de malas pulgas.
—Quedaos detrás de mí —advirtió Peter.
—Parece uno de esos de la mafia que salen en las películas — murmuró su madre.
—Mucho, Claudia. Incluso demasiado — murmuró Lali, con expresión recelosa.
  Antes de que ella pudiera hacer nada, Peter dio un paso adelante para enfrentarse con el mafioso.
Por encima del hombro vio que se saludaban amablemente, como si fueran vecinos. Y entonces se fijó de nuevo en los matones... ¿de qué le sonaban?
Algo en el marido de Bobby Jean también le resultaba familiar, pero no sabría decir qué. Había algo raro en su pelo. Tan negro y brillante, tenía que ser teñido, seguro.
El problema era que llevaba gafas de sol y no podía ver sus ojos.
Pero... le sonaba tanto su cara. Sería mejor esperar para no meter la pata. Quizá su voz lo delataría.
—Entiendo que tenemos un problema, señor Lanzani. He tenido que venir hasta aquí para solucionar la situación. No me hace gracia que mi mujer me llame para decir que alguien le ha pegado un puñetazo. No sé si me entiende.
La voz de Nico Diamante era baja, ronca. Con acento de Nueva York, por supuesto. Para Lali, una mala imitación de Marlon Brando en El Padrino. Aun así, había en él algo muy familiar.
—Supongo que Bobby Jean le habrá contado lo qué pasó. Y por qué pasó.
—No seas bocazas, Peter Lanzani —intervino ella entonces, tomando el brazo de su marido—. No le hagas caso, cariño. Solo lo saludé y, de repente, me atacaron como lobos. Yo soy la que tiene el labio hinchado.
Nico Diamante le dio un golpecito en la mano.
—¿ Ve a lo que me refiero, señor Lanzani? Tenemos un problema. A mí no me gusta que peguen a mi mujer.
—A mí tampoco, señor Diamante. Pero yo no le pegué. No he pegado a una mujer en toda mi vida.
—¿Está llamando mentirosa a mi mujer? Porque estoy viendo cómo tiene la cara. ¿Cómo se ha hecho eso?
Aquello sí que era un problema, pensó Lali. Por supuesto, Peter se cruzó de brazos, apretando los labios. No iba a decir nada. Y con el instinto de protección de una madre que se lanza delante de un autobús para salvar a su hijo, Lali dio un paso adelante.
Peter intentó apartarla, pero ella se soltó.
—Yo le pegué, señor Diamante.
En la calle Mimosa podría haberse oído la caída de un alfiler.
Pero la reacción del hombre bajito de aspecto mafioso dejó helado a todo el mundo. Soltó el brazo de su mujer y sonrió de oreja a oreja.
—¿Lali? ¿Eres tú?
—¿La conoces? —preguntó Bobby Jean.
—¿Lo conoces? —preguntó Peter.
—La conoce —escucharon un murmullo de voces entre la multitud.
Lali se acercó a Nico Diamante, mafioso. Ja, ja. Enfadada, irritada y aliviada.

—Nicolas Riera, ¿eres tú? —preguntó, quitándole las gafas de sol—. Serás... ¿Tu padre sabe que te has llevado la limusina y los guardaespaldas? 

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