Lali esperó de nuevo.
Nada. Ni con una manguera de agua fría.
Tenía que hacer algo
drástico.
—¡Suelta a mi marido de
una maldita vez!
Por fin, Bobby Jean se
apartó y Peter intentó llevar aire a sus pulmones. Cuando la pelirroja se volvió
para mirarla, Lali tuvo que tragar saliva. Era alta, muy alta.
—Cariño —le dijo
entonces, con el tono más sureño que había oído en toda su vida—. Solo voy a
decir esto una vez, así que escucha bien, ¿de acuerdo? Casado o no, este hombre
no es tuyo, cielo. Es mío. Siempre ha sido mío y siempre lo será. Así que vete
por donde has venido y diremos que esto ha sido un simple error.
Los murmullos de la gente
subieron de tono y ella se puso colorada.
—Sí, es un error, desde
luego. Pero lo cometes tú, guapa.
Furiosa como no lo había
estado en toda su vida, Lali, una niña rica educada en los mejores colegios
del país, echó el brazo derecho hacia atrás y con todas sus fuerzas le dio un
puñetazo en la boca a Bobby Jean Diamante.
Peter, su madre y Allegra tardaron dos horas en sacar a Lali de la nueva cárcel de Dalmau. El
jefe de policía de Southwood había olvidado su simpatía por el problema de Peter y parecía muy contento de tener un inquilino en su nueva celda. Y una inquilina
especial, además. Una mujer de la alta sociedad acusada de golpear a otra,
delante de doscientos testigos.
Sí, un caso de violencia
física en un sitio público. Los cargos habían sido presentados por Bobby Jean
Diamante, que apareció en la comisaría con el labio hinchado y el orgullo
herido.
Aunque Dalmau entendía el
predicamento de Lali, no podía olvidar que debía defender la ley y el orden en
el pueblo.
—¿Cómo puedes hacerme
esto? —protestó Peter—. Lali fue provocada.
Pero el jefe de policía
no dio marcha atrás. Ni siquiera cuando lo amenazó con darle una paliza si no
la soltaba. Cuando Dalmau aceptó la pelea y empezó a quitarse la chaqueta, Peter tuvo que recordarle que tenía una niña en brazos. No pensaría pegar a un padre
con su hija de seis meses en los brazos, ¿no?
Además, le dijo,
encarcelar a una madre que estaba dándole el pecho a su hija era una crueldad
innecesaria y un castigo para una niña que no tenía culpa de nada.
Como si estuviera
entrenada, Allegra empezó a llorar al ver la cara de su madre entre las rejas.
Lloraba con tal desesperación que Peter convenció a Dalmau de que, o soltaba a
Lali inmediatamente o tendría que encerrar también a la niña.
A menos que el jefe de
policía pudiera darle el pecho él mismo. Eso sí que saldría en el periódico.
Peter lo amenazó con llamar a Vanessa, la directora del periódico
local, para decirle que fuera a la cárcel con su cámara.
Eso fue la puntilla.
Dalmau aceptó soltar a Lali, advirtiéndole que tendría que lidiar con sus
responsabilidades legales antes de volver a Atlanta. Estupendo, pensó Peter. Ya
arreglarían el asunto al día siguiente.
En aquel momento, lo
único importante era llevarse a Lali y a la niña a casa. Claudia, muy
orgullosa de su nuera, estaba agotada y se había ido a la cama. Y Allegra se
durmió poco después de que su mamá le diera el pecho.
La vida era maravillosa.
O lo sería si Lali no
tuviera problemas con el asunto de la cama. Aunque, en realidad, era un
problema. Ellos no estaban casados, aunque su madre hubiera decidido creerlo, y
si las cosas se ponían calientes... No, no podían hacerlo con Allegra durmiendo
en la cuna, le decía su conciencia.
Además, apenas se
conocían y les daría vergüenza desnudarse. No podrían pegar ojo si durmieran
juntos, rozándose. Dos adultos que se sentían atraídos el uno por el otro, pero
que no podían hacer nada al respecto porque era demasiado pronto.
La vida no era tan
maravillosa, al fin y al cabo.
Y, al final, se quedaron
en el salón hasta muy tarde, porque ninguno de los dos quería irse a la cama.
Peter dejó de pensar en ello y se tumbó en el sofá, mirando a Lali por el
rabillo del ojo.
Exhalando un suspiro de
frustración amorosa y de cansancio, la observó, algo que disfrutaba mucho
haciendo. Estaba un poco echada hacia delante y el pelo le cubría la cara, pero
recordaba perfectamente sus facciones: frente alta, ojos de color ámbar,
pómulos altos, una nariz perfecta y unos labios generosos que hubiera dado
cualquier cosa por besar.
Aquella mujer era todo lo
que había deseado: inteligente, simpática, generosa, educada, valiente...
Se estaba frotando la
mano derecha y Peter no pudo evitar una sonrisa.
—¿ Te duele, campeona?
—Pues sí. Me duele mucho.
—¿Quieres que te ponga
una bolsa de hielo?
—No. Me lo merezco por
ser tan bruta.
— No digas eso.
—Es que estoy asombrada,
Peter. Nunca le había pegado a nadie. Por favor, tengo una niña de seis meses...
y Allegra me ha visto pegar a una persona. ¿Qué le estoy enseñando a mi hija?
—No creo que lo recuerde,
Lali. Pero ya que lo preguntas, yo creo que le estás enseñando a defenderse.
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