viernes, 16 de agosto de 2013

Capítulo 37

El plan de Peter era muy sencillo... tomaría al toro por los cuernos. Entraría en la cueva del león. En otras palabras, iría a buscar a esos matones donde estuvieran.
Era un plan que le permitiría mirarse al espejo cada mañana... si había otras mañanas.
Pero cuando se lo contó a su madre y a Lali, todo se fue al garete. Y para su eterna vergüenza, Claudia, Allegra y Lali se metieron en el coche en un descuido disponiéndose a ir, en plan familiar, a visitar a Bobby Jean Diamante.
Tenía que estar en casa de sus padres. Y su marido con ella.
Peter sacudió la cabeza, irritado. Debería haber ido solo. ¿Dónde iba con su madre, Lali y la niña? Un hombre no se enfrenta al peligro con su madre al lado. Ni su novia y la hija de su novia. Pero allí estaban. ¿Qué pensarían los mafiosos cuando lo vieran con toda la familia a cuestas?
Su madre, con las gafas y el matamoscas en la mano, Lali, con su pelo rubio y su aspecto de niña rica... con la que él quería vivir toda la vida por más razones que un gancho de derecha como para tumbar a un toro. Y Allegra, una niña de seis meses, sentada en su silla de seguridad, haciendo ruiditos como si fueran al parque.
Menudo espectáculo.
Sí, desde luego iban a darle un susto a los matones. Seguramente nada más verlo le pegarían un tiro para que, al menos, no se muriese de vergüenza. Y, en aquel momento, se sentía tan avergonzado que habría agradecido un par de balas.
—Esto no ha sido buena idea, Peter.
—¿Ah, no? —murmuró él, mirando a Lali, que estaba sentada a su lado—. Lali, ya sé que no es buena idea. Yo no quería que vinierais, ¿recuerdas?
—No me refiero a eso... y mira la carretera. Creo que deberías haber llamado a Dalmau. Él tiene una pistola.
— Y también tiene un pueblo lleno de turistas y solo un ayudante en la comisaría. No te preocupes, yo me encargo de todo.
—Ah, por cierto, tenemos que volver antes de las doce —intervino Claudia—. He dejado un pastel en el horno y no quiero que se me queme.
Peter dejó escapar un suspiro. Su madre no tenía ni idea del peligro que corrían.
—¿Por qué la pistola de Dalmau te ha recordado el pastel, Claudia? —le preguntó Lali entonces.
—Pues no lo sé... quizá por lo de «freír a alguien a tiros». Gira a la derecha en la calle Mimosa, hijo.
—Sé dónde viven los Nickerson, mamá. Los padres de Bobby Jean han vivido en esa casa desde que yo era pequeño.
—Muy bien, pero pon el intermitente. Antes no lo has hecho. Un hombre que trabaja con coches debería saber eso.
—Mamá, en esta calle no hay nadie. ¿Para qué voy a poner el intermitente?
—Sigo sin entender lo del pastel y la pistola — persistió Lali—. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
Peter, conteniendo un aullido, la miró con expresión furiosa... que a ella no le hizo ninguna gracia y provocó que se volviera hacia la ventanilla con gesto ofendido.
Encima no le dirigía la palabra. Perfecto.
Cuando llegaron a la calle Mimosa, Lali se volvió.
—Esto no me gusta nada.
—A mí tampoco — murmuró él.
Delante de la casa de los Nickerson, un edificio colonial de dos pisos, había una docena de coches. Y una pequeña multitud en la puerta. ¿Habrían organizado una fiesta?
Entonces descubrió lo que pasaba. La limusina negra estaba aparcada justo delante de la casa y el resto de los coches eran... de los vecinos, que se habían acercado a curiosear.
Pero delante de la limusina había cuatro hombres vestidos de negro, todos con gafas de sol. Cada uno del tamaño de un boxeador profesional. y las palabras de Lali se repitieron en su mente: «vamos a morir todos».
—Ellos son cuatro, igual que nosotros —dijo Claudia—. Al menos, no son más que nosotros, hijo.
La lógica de su madre era absolutamente inexplicable, por supuesto. Y Peter no sabía si reírse o darse de golpes contra el volante.
—Sí, mamá. Somos cuatro.
Entonces intentó imaginar qué podría hacer Allegra en caso de pelea. ¿Morderle el tobillo a alguno de los matones? ¿ Vomitarles el desayuno? 

No hay comentarios:

Publicar un comentario