El plan de Peter era muy
sencillo... tomaría al toro por los cuernos. Entraría en la cueva del león. En
otras palabras, iría a buscar a esos matones donde estuvieran.
Era un plan que le
permitiría mirarse al espejo cada mañana... si había otras mañanas.
Pero cuando se lo contó a
su madre y a Lali, todo se fue al garete. Y para su eterna vergüenza, Claudia,
Allegra y Lali se metieron en el coche en un descuido disponiéndose a ir, en
plan familiar, a visitar a Bobby Jean Diamante.
Tenía que estar en casa
de sus padres. Y su marido con ella.
Peter sacudió la cabeza,
irritado. Debería haber ido solo. ¿Dónde iba con su madre, Lali y la niña? Un
hombre no se enfrenta al peligro con su madre al lado. Ni su novia y la hija de
su novia. Pero allí estaban. ¿Qué pensarían los mafiosos cuando lo vieran con
toda la familia a cuestas?
Su madre, con las gafas y
el matamoscas en la mano, Lali, con su pelo rubio y su aspecto de niña rica...
con la que él quería vivir toda la vida por más razones que un gancho de
derecha como para tumbar a un toro. Y Allegra, una niña de seis meses, sentada
en su silla de seguridad, haciendo ruiditos como si fueran al parque.
Menudo espectáculo.
Sí, desde luego iban a
darle un susto a los matones. Seguramente nada más verlo le pegarían un tiro
para que, al menos, no se muriese de vergüenza. Y, en aquel momento, se sentía
tan avergonzado que habría agradecido un par de balas.
—Esto no ha sido buena
idea, Peter.
—¿Ah, no? —murmuró él,
mirando a Lali, que estaba sentada a su lado—. Lali, ya sé que no es buena idea.
Yo no quería que vinierais, ¿recuerdas?
—No me refiero a eso... y
mira la carretera. Creo que deberías haber llamado a Dalmau. Él tiene una
pistola.
— Y también tiene un
pueblo lleno de turistas y solo un ayudante en la comisaría. No te preocupes, yo
me encargo de todo.
—Ah, por cierto, tenemos
que volver antes de las doce —intervino Claudia—. He dejado un pastel en el
horno y no quiero que se me queme.
Peter dejó escapar un
suspiro. Su madre no tenía ni idea del peligro que corrían.
—¿Por qué la pistola de
Dalmau te ha recordado el pastel, Claudia? —le preguntó Lali entonces.
—Pues no lo sé... quizá
por lo de «freír a alguien a tiros». Gira a la derecha en la calle Mimosa,
hijo.
—Sé dónde viven los
Nickerson, mamá. Los padres de Bobby Jean han vivido en esa casa desde que yo
era pequeño.
—Muy bien, pero pon el
intermitente. Antes no lo has hecho. Un hombre que trabaja con coches debería
saber eso.
—Mamá, en esta calle no
hay nadie. ¿Para qué voy a poner el intermitente?
—Sigo sin entender lo del
pastel y la pistola — persistió Lali—. ¿Qué tiene que ver una cosa con la
otra?
Peter, conteniendo un
aullido, la miró con expresión furiosa... que a ella no le hizo ninguna gracia
y provocó que se volviera hacia la ventanilla con gesto ofendido.
Encima no le dirigía la
palabra. Perfecto.
Cuando llegaron a la
calle Mimosa, Lali se volvió.
—Esto no me gusta nada.
—A mí tampoco — murmuró
él.
Delante de la casa de los
Nickerson, un edificio colonial de dos pisos, había una docena de coches. Y una
pequeña multitud en la puerta. ¿Habrían organizado una fiesta?
Entonces descubrió lo que
pasaba. La limusina negra estaba aparcada justo delante de la casa y el resto
de los coches eran... de los vecinos, que se habían acercado a curiosear.
Pero delante de la
limusina había cuatro hombres vestidos de negro, todos con gafas de sol. Cada
uno del tamaño de un boxeador profesional. y las palabras de Lali se
repitieron en su mente: «vamos a morir todos».
—Ellos son cuatro, igual
que nosotros —dijo Claudia—. Al menos, no son más que nosotros, hijo.
La lógica de su madre era
absolutamente inexplicable, por supuesto. Y Peter no sabía si reírse o darse de
golpes contra el volante.
—Sí, mamá. Somos cuatro.
Entonces intentó imaginar qué
podría hacer Allegra en caso de pelea. ¿Morderle el tobillo a alguno de los
matones? ¿ Vomitarles el desayuno?
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