viernes, 9 de agosto de 2013

Capítulo 34

¿Había habido una escena más emocionante en la historia de la humanidad? Era tan preciosa que Lali tenía ganas de llorar.
—A mí me gustaría muchísimo. Nada me gustaría más que eso.
Peter levantó la mirada entonces. Sus ojos verdes brillaban de alegría.
—Estás despierta.
—Eso parece — sonrió Lali, preguntándose si también él estaría recordando lo que había pasado la noche anterior.
No podía dejar de mirar sus anchos hombros, su torso desnudo. Aquella mañana conocía cada centímetro de su piel, sabía cómo besaba, cómo era el vello de su torso, lo delicioso que era dormir abrazada a él. Conocía el olor de su pelo y los gemidos roncos que emitía cuando hacía el amor. Lali dejó escapar un suspiro de contento, estirándose.
—Pareces una gatita contenta.
—Me siento como una gatita contenta. Peter sonrió, seguro de sí mismo.
—¿Yo tengo algo que ver?
—Todo.
—Me alegro.
De repente no parecía tan seguro, como si no supiera qué hacer.
—Mira —dijo, levantando a la niña—. Mamá está despierta.
—Hola, cariño —la saludó ella. Allegra inmediatamente alargó las manitas... seguramente esperando su desayuno. Lali se sentó en la cama—. Trae, tengo que darle el pecho.
—Ah, me parece justo. Yo he tenido que cambiarle los pañales.
—Oh, pobrecito.
—Ha sido horrible —sonrió Peter, poniendo a la niña en sus brazos.
—Eres muy valiente.
Él se inclinó para darle un beso en la boca.
— Hago lo que puedo.
—Y lo haces muy bien.
Se sentía feliz. Le gustaba aquella charla absurda, íntima. La conversación de una pareja enamorada. Un momento privado. ¿Estaría encantada aquella mañana? Y si era así, ¿podría durar para siempre?
Duró veinte minutos... hasta que se abrió bruscamente la puerta, sobresaltándolos a los dos. A los tres, en realidad. Porque Allegra dejó su «desayuno» y volvió la cabecita para ver qué pasaba.
Allí, en la puerta, con una bata, el pelo lleno de rulos y un matamoscas en la mano, estaba su «suegra».
—Peter, ¿por qué hay una manta tirada en el jardín?
Lali se puso como un tomate, pero decidió no contestar. Se concentró en la niña y dejó que Peter resolviera la situación.
—Pues...
—Bueno, da igual — suspiró Claudia Lanzani—. Siempre has sido muy desordenado. Además, esta mañana tenemos problemas más importantes que resolver.
—¿Qué pasa?
—Que no he desayunado todavía y hay un mafioso delante de la puerta.
Lali miró de uno a otro, sorprendida.
—¿Cómo que ...?
—¡Lo sabía! —exclamó entonces Claudia—. Estáis casados de verdad.
—No estamos casados, mamá —suspiró Peter—. Ya te lo he dicho. ¿Pero qué es eso del mafioso?
—Acaba de llamar a la puerta —contestó ella—. Lo he visto por la ventana, pero no he querido abrir. Aunque alguien tendrá que hablar con él. Ha venido en una limusina y con él hay varios tipos vestidos de negro — añadió, moviendo el matamoscas como un director de orquesta—. Están ahí, en la puerta, y seguro que Dalmau ya se lo ha contado a todo el mundo. Me ha dado un susto de muerte y por eso he sacado el matamoscas, para protegerme.
Lali miró a Peter, asustada.
—¿Estás segura de que son mafiosos, mamá?
—Claro que sí. Los he visto en las películas.
Peter sacó una camiseta del cajón y empezó a ponérsela a toda prisa.
—Me parece que sé lo que pasa. Esto es cosa de Bobby Jean. Quiere asustarme y...
—No lo creo, hijo —lo interrumpió Claudia—. Yo creo que es su marido.
Peter masculló una maldición.
—Nico Diamante.
—Oh, Dios mío —murmuró Lali. Y ella le había dado un puñetazo a su mujer. En aquel momento la cárcel era el menor de sus problemas. Incluso podría ser la única alternativa—. ¿Qué voy a hacer?
Peter estaba frente a la puerta, alto como una torre. Aparentemente, seguro de sí mismo.
—¿Qué vamos a hacer? No estás sola, Lali. Su héroe. Era como una roca, una piedra de salvación. Alguien que la pondría siempre por delante. No pasaría nada. Nada podría pasar si Peter estaba allí para ayudarla. Si hasta entonces no había estado segura de su amor, lo estaba en aquel momento.

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