¿Había habido una escena
más emocionante en la historia de la humanidad? Era tan preciosa que Lali tenía ganas de llorar.
—A mí me gustaría
muchísimo. Nada me gustaría más que eso.
Peter levantó la mirada
entonces. Sus ojos verdes brillaban de alegría.
—Estás despierta.
—Eso parece — sonrió
Lali, preguntándose si también él estaría recordando lo que había pasado la
noche anterior.
No podía dejar de mirar
sus anchos hombros, su torso desnudo. Aquella mañana conocía cada centímetro de
su piel, sabía cómo besaba, cómo era el vello de su torso, lo delicioso que era
dormir abrazada a él. Conocía el olor de su pelo y los gemidos roncos que
emitía cuando hacía el amor. Lali dejó escapar un suspiro de contento,
estirándose.
—Pareces una gatita
contenta.
—Me siento como una
gatita contenta. Peter sonrió, seguro de sí mismo.
—¿Yo tengo algo que ver?
—Todo.
—Me alegro.
De repente no parecía tan
seguro, como si no supiera qué hacer.
—Mira —dijo, levantando a
la niña—. Mamá está despierta.
—Hola, cariño —la saludó
ella. Allegra inmediatamente alargó las manitas... seguramente esperando su
desayuno. Lali se sentó en la cama—. Trae, tengo que darle el pecho.
—Ah, me parece justo. Yo
he tenido que cambiarle los pañales.
—Oh, pobrecito.
—Ha sido horrible —sonrió
Peter, poniendo a la niña en sus brazos.
—Eres muy valiente.
Él se inclinó para darle
un beso en la boca.
— Hago lo que puedo.
—Y lo haces muy bien.
Se sentía feliz. Le
gustaba aquella charla absurda, íntima. La conversación de una pareja
enamorada. Un momento privado. ¿Estaría encantada aquella mañana? Y si era así,
¿podría durar para siempre?
Duró veinte minutos...
hasta que se abrió bruscamente la puerta, sobresaltándolos a los dos. A los
tres, en realidad. Porque Allegra dejó su «desayuno» y volvió la cabecita para
ver qué pasaba.
Allí, en la puerta, con
una bata, el pelo lleno de rulos y un matamoscas en la mano, estaba su
«suegra».
—Peter, ¿por qué hay una
manta tirada en el jardín?
Lali se puso como un
tomate, pero decidió no contestar. Se concentró en la niña y dejó que Peter resolviera la situación.
—Pues...
—Bueno, da igual —
suspiró Claudia Lanzani—. Siempre has sido muy desordenado. Además, esta mañana
tenemos problemas más importantes que resolver.
—¿Qué pasa?
—Que no he desayunado
todavía y hay un mafioso delante de la puerta.
Lali miró de uno a otro,
sorprendida.
—¿Cómo que ...?
—¡Lo sabía! —exclamó
entonces Claudia—. Estáis casados de verdad.
—No estamos casados, mamá
—suspiró Peter—. Ya te lo he dicho. ¿Pero qué es eso del mafioso?
—Acaba de llamar a la puerta
—contestó ella—. Lo he visto por la ventana, pero no he querido abrir. Aunque
alguien tendrá que hablar con él. Ha venido en una limusina y con él hay varios
tipos vestidos de negro — añadió, moviendo el matamoscas como un director de
orquesta—. Están ahí, en la puerta, y seguro que Dalmau ya se lo ha
contado a todo el mundo. Me ha dado un susto de muerte y por eso he sacado el
matamoscas, para protegerme.
Lali miró a Peter,
asustada.
—¿Estás segura de que son
mafiosos, mamá?
—Claro que sí. Los he
visto en las películas.
Peter sacó una camiseta
del cajón y empezó a ponérsela a toda prisa.
—Me parece que sé lo que
pasa. Esto es cosa de Bobby Jean. Quiere asustarme y...
—No lo creo, hijo —lo
interrumpió Claudia—. Yo creo que es su marido.
Peter masculló una
maldición.
—Nico Diamante.
—Oh, Dios mío —murmuró
Lali. Y ella le había dado un puñetazo a su mujer. En aquel momento la cárcel
era el menor de sus problemas. Incluso podría ser la única alternativa—. ¿Qué
voy a hacer?
Peter estaba frente a la
puerta, alto como una torre. Aparentemente, seguro de sí mismo.
—¿Qué vamos a hacer? No
estás sola, Lali. Su héroe. Era como una
roca, una piedra de salvación. Alguien que la pondría siempre por delante. No
pasaría nada. Nada podría pasar si Peter estaba allí para ayudarla. Si hasta
entonces no había estado segura de su amor, lo estaba en aquel momento.
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