—¿Ha viajado desde Wild Horse Junction para preguntarme lo que tejí con el hilo?
¿No
ha oído hablar de ese moderno invento llamado teléfono?
—preguntó Bonnie Treadway mientras
Lali y Peter se sentaban
en su salón.
La mujer era pequeña y tenía
el cabello corto con canas. Estaba vestida con unos vaqueros
y una blusa. Parecía una abuela con mucha energía, pensó Lali cuando la observó.
No habían volado a Laramie al final.
Se avecinaba una tormenta, y Peter
había
decidido conducir.
—Como le he explicado —dijo Peter—, investigo un
caso y estoy siguiendo
cada rastro que pueda llevarme a resolverlo. Hubo sólo tres clientes que compraron
hilo en la tienda. Era la primera vez que la dueña lo pedía porque es
caro. Una de las mujeres no ha tejido nada con él todavía, la otra lo usó para hacer el bordado de una
camisa. ¿Puede decirnos qué hizo
usted con el
suyo?
—Por supuesto, pero
no creo que le sirva de nada. A Flo sólo le quedaban tres ovillos cuando lo compré, rebajado.
Apenas tenía suficiente para tejer un jersey y un gorro de bebé.
—¿Se los dio a alguien?
Bonnie no dudo en contestar. Y Lali supo que
no tenía nada que ocultar,
y nadie a quien proteger.
—Claro… Los llevé a la Tienda Económica. A menudo hago jerséis y gorritos
y se los dono. Es mi forma de contribuir a la caridad. No puedo hacer mucho más para ayudarlos.
Fue
una suerte encontrar ese hilo
a precio de saldo.
Peter miró a Lali y supo qué estaba pensando.
Aquello podía
ser
como buscar una aguja
en un pajar. Laramie
era un
pueblo de treinta mil
habitantes.
—¿Dónde se
encuentra esa
tienda?
—Está en la calle South Second, al lado del Museo de los Niños. No tiene pérdida. Hay un cartel grande verde que pone «Tienda Económica». Pero no abre los viernes…
—¿No está abierta? —Lali pensó que el viernes sería un día de mucho movimiento.
—No. A Flo le cuesta mucho tener gente que la ayude los viernes, y se va todo
el día. Se turna
con sus hermanas para cuidar a su madre. El viernes es el día que le toca. Mañana debería
estar abierto. El teléfono está en la guía con el nombre de F. Wiggins. Ella es viuda también.
—Gracias. Me
ha sido de gran ayuda,
señora Treadway —dijo
Peter—. Gracias por contestar a nuestras preguntas.
—¿Puede decirme de qué se
trata? ¿En qué
tipo
de caso están
trabajando?
Después de
debatirse un
momento,
Peter contestó:
—Un bebé abandonado. Llevaba un jersey y un gorro tejido con hilo como el
que compró usted. Estamos intentando encontrar a la madre o a su familia,
quizá.
—¡Dios mío! ¿Y piensa que puede ser mi jersey y mi gorro el de ese bebé?
Bueno, ojalá tenga suerte. ¿Les apetece un
té antes de marcharse? ¿Unas galletas?
Peter negó con la cabeza.
—No, gracias. Probablemente
paremos en un
albergue por
el que
hemos
pasado. ¿Es bueno?
—¿El Lantern
Inn?
—preguntó Bonnie. Peter asintió.
—Es la casa de Martin y Cora. Sí, es maravilloso. Sirve el mejor desayuno del
país y prepara comidas también. Creo que tiene cinco habitaciones. En
esta época del
año probablemente puedan conseguir una…
o dos —miró a Peter y a Lali con curiosidad.
Aunque Bonnie Treadway era simpática, Lali no iba a darle detalles de su
vida privada. Tampoco sabía si le gustaba
la idea de pasar la noche en
aquel albergue
con
Peter. Le parecía demasiada intimidad.
Después de
agradecer a Bonnie y despedirse de ella fueron al SUV de Peter.
El viaje a Laramie había sido un
poco incómodo. No habían
hablado mucho y Peter había puesto música. Ella había aspirado la
fragancia
de su
perfume, había sentido el movimiento de su pierna en el acelerador
y el
freno, sus manos fuertes encima del volante, y las miradas que
le dedicaba cada tanto.
Ya nuevamente en el coche, Peter extendió la
mano hacia el asiento de atrás y sacó una guía
telefónica
de Laramie y buscó el
teléfono de
F. Wiggins.
—Si no contesta
nadie, ¿tienes problema en quedarte a dormir?
—¿Y si
te digo que sí lo tengo? —protestó ella.
Era gracioso que
se lo preguntase
después de haberlo decidido.
—¿Es un problema económico o un problema
personal?
—Puedo quedarme. Pero ¿por qué un albergue en lugar de dos
habitaciones en un
motel?
—Quiero estar seguro. Los albergues suelen ser más seguros. Y suelen ser más cómodos.
No podía
negárselo.
—Debo avisar a mi padre de que
estoy fuera de la ciudad. No quiero que se
preocupe por mí. El sábado por la mañana normalmente viene
a ver si quiero desayunar con él.
—¿Y vas?
—Sí. Así me entero de cómo anda.
Peter levantó las cejas.
—Quieres decir que
lo controlas…
—He separado mi vida
de la de él ahora —dijo ella.
—Lali, ¿crees que fuiste la razón por la que bebía?
Su pregunta la estremeció. De pequeña se había culpado por ello. Pero de adulta…
—Mi madre adoptiva fue el motivo por el que él empezó a beber. Pero yo lo
dejé beber.
Peter agitó la
cabeza
enfáticamente.
—Tú eras una niña. A mí me parece que una vez que él empezó a beber, y
pasaron un par de años,
ya no debió de acordarse
ni de por qué bebía. Ni de
la responsabilidad que tenía de criar a una niña. Te acostumbras
tanto a anestesiar el dolor que ya
no quieres volver a
sentir nada.
—Parece
que lo hubieras vivido… —dijo Lali.
Hubo un
silencio profundo en su SUV.
Empezó a lloviznar. Después de un momento,
Peter respondió.
—Nunca usé el alcohol para aliviar mis penas, si eso es lo que quieres decir, pero en mi trabajo, tenía que controlar mis emociones. Tenía que pensar como un ordenador a veces, no con el corazón. Cuando se hace eso, a veces no se pueden volver a poner en
funcionamiento las emociones.
—Quieres decir como con tu esposa…
Ella pensó que
no iba
a responder, pero Peter la sorprendió diciendo:
—Sí, como con mi
esposa.
Peter dejó la guía
de teléfonos en
el asiento de atrás y cambió de
tema:
—Vamos a
ver
si el Lantern
Inn tiene
dos
habitaciones.
Los Martin, una pareja de unos cuarenta y tantos años, los
recibieron
amablemente. Había un fuego encendido
en la zona de la recepción, y una botella de vino y galletas para los huéspedes. El salón estaba perfumado con un popurrí de flores secas.
—Es muy bonito —dijo Lali
mirando el techo adornado con
molduras.
La señora Martin
sonrió.
—Hace tres generaciones que lo tiene
la familia de Abe.
Como Peter se imaginó que las mujeres podían empezar una interminable
conversación acerca
de la historia de
la casa, la tela
de las sillas,
o de
lo que fuera, fue
directo.
—¿Tiene habitaciones para
esta
noche? Necesitamos dos.
Peter se sentía un poco incómodo todavía
por
haberle dicho a Lali aquello
sobre su
esposa. No sabía de dónde le había salido. Él no desnudaba su
alma
fácilmente,
y sentía que
eso
era lo que había hecho.
—Oh, sí, tenemos habitaciones —dijo la señora Martin—. Tenemos dos, pero se conectan
con
un cuarto de baño compartido.
¿Les viene bien?
Aquello no era exactamente lo que tenía en mente, pero el lugar parecía bonito. Miró a Lali.
—¿Tienes algún problema en que
se comuniquen las
habitaciones?
Podría habérselo preguntado en un
aparte, pero igualmente los Martin
podrían haberlo oído.
—¿Las dos habitaciones tienen puertas que dan al cuarto de baño? —preguntó Lali.
—Sí.
—No hay problema —dijo Lali a Peter.
Aunque él notó un
brillo de inquietud
en sus ojos.
—Estupendo —dijo la señora
Martin.
—Sólo nos hace falta la tarjeta
de crédito. Lali
y Peter buscaron sus carteras.
—Deja que yo pague esto. Tú estás haciendo esto para mí —le dijo ella en voz baja.
El roce de la mano de Lali le produjo una sensación eléctrica. Los Martin los estaban observando con curiosidad, así que era mejor no hacer una escena. Además,
Lali tenía su orgullo, como él tenía el suyo.
—De acuerdo —dijo él, apartando su mano del
tacto de
ella.
—Si queréis una cena liviana, os la podemos llevar a vuestras habitaciones. Tenemos pepitos de ternera, un plato de
verdura fresca y ensalada de patatas. De
postre tarta
de crema de cacahuete.
Peter miró por la ventana
y vio que llovía más.
—A mí me
parece
bien —dijo Peter. Cuando miró a Lali,
ésta
asintió.
Minutos más
tarde, siguieron a la señora Martin
y subieron tres
pisos hasta sus habitaciones.
Una habitación
estaba decorada en lila, la otra en azul. La lluvia
se
oía cayendo en el techo.
Cuando la mujer los dejó, Lali notó la intimidad de la habitación. Nerviosa, fue
al cuarto de baño.
Era espacioso. Tenía una
gran ducha, un lavabo doble
y un
toallero.
—¿La habitación
azul o la lila? —le ofreció Peter.
—La lila. Este lugar es realmente
encantador. Parecen
gente
muy
agradable.
Lali estaba de pie en el cuarto de baño, junto a Peter, y notó la intimidad
que
tenía aquella situación. Estaba sola con un extraño en habitaciones
que
estaban prácticamente aisladas del resto de la casa.
—¿Realmente estás
conforme con esto? —le preguntó Peter, evidentemente notando la incomodidad de Lali.
Lali se rodeó con sus brazos. No tenía miedo. Sólo que la situación no era
muy
normal.
Inesperadamente, Peter le puso las manos en
los
hombros.
—Puedes confiar en mí, Lali. Estás a salvo conmigo. Si no estás cómoda aquí, podemos buscar
un motel.
Lali lo miró. En sus ojos vio algo que le dijo que podía confiar en él. Fue algo
instintivo.
Pero ¿podía
confiar en
sus
instintos?,
se preguntó,
recordando a
Pablo.
—Las puertas de nuestras habitaciones se cierran con llave
—agregó
Peter.
—Sí. Lo sé. Está bien…
—Bien. Creo que
me daré una ducha —dijo él,
aliviado—. ¿Qué
vas
a hacer?
—Llamaré a papá. E intentaré llamar a Flo una vez más. Si puedo localizarla, tal vez
podamos ir a verla esta
noche.
—Quiero
volver a besarte, pero
creo
que
hemos decidido que no era una buena
idea… —dijo Peter,
con
sus
manos aún en los hombros de
Lali.
Y ella sabía que
las consecuencias de
aquello podían ser peligrosas.
Peter quitó sus
manos y se apartó. No iba a presionarla. Ella sabía que no era
ese tipo de hombre.
Lali salió del cuarto de baño y respiró profundamente.
Masas pliiis
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