Sonó el despertador y Peter se levantó de su cama.
Como cada mañana desde hacía muchos años, tras ducharse y vestirse, cogió la
correa de su perra y salió a hacer footing. Durante más de una hora corrió
primero por Sigüenza y luego por los alrededores. Adoraba la paz que allí se
respiraba. Madrid le gustaba pero era un lugar lleno de agobios y atascos. Por
ello, años atrás, decidió regresar a vivir al pueblo en el que se había criado.
Un lugar acogedor donde los vecinos aún se saludaban cuando se veían por la
calle y donde podía tener el contacto que él necesitaba con su familia.
—Vamos Senda, venga, preciosa —animó a su
perra.
Senda era un curioso cruce entre pastor alemán y
pastor belga. La encontró cuando apenas tenía dos meses, una mañana que había
salido a correr. Aún recordaba el momento. Un coche oscuro paró en el lateral
de la carretera, abrió la puerta y soltó al animal.
Después
se marchó. Peter al ver aquello corrió hacia algo pequeño que se movía y justo
lo agarró antes de que un camión lo atropellase. Ese día, la mirada de aquella
perra enamoró a Peter, y juntos llevaban ya seis años. Como él siempre decía,
Senda era su verdadera chica.
—Senda —llamó Peter al verla alejarse—.Ven aquí.
La siguió con la mirada, divertido. Aquella
locuela corría tras varios conejos que había visto corretear por el campo. Sin
parar su marcha silbó y, al escucharle, la perra paró en seco y corrió en su
dirección. Una vez estuvo a su lado comenzó dar saltos como siempre hacía.
—¿Cuando vas a madurar?—rio divertido
acariciando a la perra
—Anda venga, regresemos a casa.
Sorteando las casas, Peter llegó hasta su
pequeño hogar. Un chalet adosado en una zona residencial de Sigüenza. Abrió la
puerta de su casa y Senda echo a correr hacia el patio trasero para beber agua
de su cazo. Él subió directamente a la planta de arriba y se duchó. Una buena
ducha tras el deporte era lo mejor para el cuerpo y la mente. Cuando acabó se
puso un vaquero y un jersey negro de cuello vuelto. Aquel día libraba y pensaba
ir a visitar a su padre y abuelo, que vivían en una de las céntricas casas del
pueblo. Puso un CD de Guns and Roses y cuando acabó, comenzó a sonar el que su
hermana Almudena le había regalado por su cumpleaños días antes. La voz de
Sergio Dalma inundó el silencio del salón.
No era la música que más le gustaba escuchar —él
pasaba de esas tonterías del amor— pero tarareando una de las canciones se
encaminó hacia la cocina. Allí se sirvió un café y lo metió en el microondas.
Mientras lo calentaba abrió la puerta de la terraza y Senda entró.
—Anda pasa, que hoy hace mucho frío.
La perra, más acostumbrada a estar en el
interior de la casa que en el exterior, rápidamente se encaminó hacia su lugar
preferido. El pasillo. Y tumbándose emitió un sonido de satisfacción. El
teléfono sonó. Era Irene, su hermana mayor.
—Hola, mi niño ¿cómo estás? —saludó la
dicharachera de su hermana.
—Bien ¿y tú? —respondió mientras sacaba su café
del microondas.
—Agotada. Tus sobrinos me tienen en un sinvivir.
Peter sonrió.
Su hermana tenía unos hijos maravillosos aunque
ella se empeñaba en decir continuamente que le daban una guerra tremenda.
—Pues no va y dice tu querida sobrina Rocío que
se quiere ir un año a Londres cuando acabe el curso. Pero esta niña se ha
pensado, ¿que el dinero lo fabrico yo por las noches en el horno? Sonrió y se
sentó dispuesto a escuchar durante un buen rato a su hermana.
Le encantaban sus hermanas. Eran tres y todas
mayores que él. Irene era la mayor. Estaba casada con Lolo y tenía tres hijos:
Rocío de quince años, Javi de diez y Ruth de cinco; Almudena era la segunda,
soltera y embarazada; y por último Eva, la loca de la familia. Trabajaba de
becaria en una revista y su vida era un auténtico descontrol.
—¿Has hablado» con Eva María últimamente? —
pregunto Irene.
—No. Llevo sin hablar con ella unos diez días.
—Oh... ¿entonces no sabes la última? Peter
sonrió e Irene continuó:
—Creo que la van a despedir y ha dicho que como
le pase eso se marcha de corresponsal de guerra a Libia. Ay, Dios, muchacha nos
va a matar a disgustos.
La
carcajada que soltó Peter hizo peligrar su café. Su hermana Eva era un caso y
siempre lo sería. Conociéndola, lo último que haría sería irse a un país en
guerra, así que para quitarle importancia dijo:
—Se le pasará. Ya conoces a Eva.
—Papá y el abuelo están preocupados, muy
preocupados.
Ya
tuvimos bastante cuando tú estuviste hace un año en Irak. Pero esta niña,
parece una cría. ¿Cuándo va a madurar? ¿Acaso no se da cuenta de que con esas
tonterías lo único que liare es angustiar la vida a quienes la quieren?
—Venga... venga, no seas exagerada Irene. Creo
que te preocupas en exceso.
Irene, tras la muerte de su madre, hizo de
madre, especialmente para Eva y para él. Su padre tenía que trabajar y alguien
debía de ocuparse de que los pequeños comieran, estudiaran y fueran al colegio.
Y esa fue Irene, con la ayuda de Goyo, su abuelo materno. El único abuelo vivo
que aún les quedaba. Mientras tomaba el café y hablaba con su hermana por
teléfono, sonó el portero automático de la casa.
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