—¿Quién llama a tu puerta?
—Pues no lo sé, cotilla, no tengo poderes —rio Peter
caminando hacia la entrada.
—¿En serio? —se guaseó sabedora que para la
familia, y en especial para su sobrino Javier, era un superhéroe.
Un pitido de la puerta volvió a repetirse y Peter,
a través del teléfono, respondió.
—Soy Quique, el cartero. Traigo un sobre
certificado para ti.
—Ahora mismo salgo —y antes de dejar el teléfono
sobre la entrada dijo—: Irene, espera un segundo que voy a firmar una carta
certificada.
Peter salió al exterior para recoger la carta
acompañado por Senda.
—Hola, Quique —saludó al cartero de toda la
vida. El hombre, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó un sobre y un
bolígrafo.
—¿Hoy no trabajas? —le preguntó.
—No. Hoy libro —respondió mientras firmaba.
Con el sobre en las manos Peter observó el
logotipo del Castillo de Sigüenza. Se despidió del cartero, entró en su casa y
cogió el teléfono donde esperaba su hermana.
—Ya he vuelto.
—¿Qué tenías que firmar? —Un sobre que me ha
llegado del Castillo de Sigüenza.
—¿Del castillo? —preguntó sorprendida—. ¿Será
que va a haber alguna fiesta o algo así?
Peter sonrió y dejándolo sobre la mesa del
comedor continuó hablando con su hermana un rato más hasta que finalmente se
despidió.
Cuando
caminaba hacia la cocina reparó en el sobre y lo abrió. Dentro había una
pequeña nota en la que ponía:
Sé
que es una locura pero ¿quieres cenar conmigo?
Te
espero hoy a las nueve en la suite 4e
L.
Sorprendido, la releyó. ¡¿L?! ¿Quién sería esa L?
Finalmente pensó que se trataría de alguna encerrona que Eugenia, la mujer de Nicolas,
le habría preparado. Seguro que se trataba de Paula, que trabajaba en el
Parador, quien habría planeado aquello. Eso le hizo sonreír. Aquella explosiva
mujer era tremendamente ardiente, suspiró y dejó la nota sobre la mesa. Tenía
cosas que hacer, pero si a la hora indicada estaba libre, por supuesto que
iría. Una hora después, cuando se preparaba para ir a casa de su padre sonó su
móvil.
Era el
comisario jefe. Había ocurrido algo en Madrid y necesitaba que acudiera
inmediatamente a la Base.
Sin tiempo que perder, llamó a casa de su padre
desde .su Audi RS 5. No podía ir. Tenía que trabajar.
En el castillo de Sigüenza Lali se esforzaba por
aparentar tranquilidad, pero era imposible. Todavía no sabía qué había ocurrido
para que ella lo dejara todo y estuviera allí esperando hecha un flan a un
hombre que no conocía, y con el que apenas había estado consciente veinticuatro
horas.
—Son las ocho y media, queen mía —rio Gasti—.
Creo que deberías vestirte ya, no vaya a ser que él esté tan impaciente por
verte que aparezca antes de tiempo. Horrorizada como pocas veces en su vida la
joven miró a su primo con desesperación.
—¿Qué me
pongo? Gasti, más nervioso que ella por la situación, empezó a rebuscar en los
dos maletones de Lali. Por fin sacó una camisa negra de gasa y una falda roja
entallada hasta los pies.
—Visto que solo tienes cuatro trapitos, esto irá
bien. Estarás ¡divine! Eso sí, ponte el sujetador purple, ese que te realza los
pechos. La camisa te sienta infinitamente mejor. Al ver el conjunto, Lali
protestó.
—Por Dios, Gasti que no voy de cena a la
embajada. Que voy a cenar aquí en la habitación.
—¿Y qué? ¿Acaso no quieres que te vea divine?
Ella asintió. Tenía razón.
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