Aquel hombre de aspecto imponente, indudablemente, era el padre de Peter. La altura, el cuerpo y
el
color de ojos le delataban.
Soltando la espumadera encima de la mesa, el hombre se limpió las manos en el delantal y
tras darle un cariñoso abrazo a su hijo, miró a la joven y dijo acercándose a ella:
—Un placer conocerte. Soy Manuel, el padre de Peter, y estoy encantado de que estés aquí con la familia.
—Encantada señor, mi nombre es Lali.
Con una cordial sonrisa, nada fría, como le indicó Peter un
rato antes, el hombre se agachó hacia ella y le indicó:
—Llámame Manuel ¿de acuerdo?
Ella asintió y sonrió. Le agradó la profundidad de su voz. Recordó que Peter le dijo que su padre era poco hablador por lo que cerró la boca y no dijo nada más, hasta que de pronto le oyó decir:
—Lali ¿te apetece ayudarme a cocinar?
Al escuchar aquello la muchacha se tensó. ¡Ella era un peligro en la cocina! Peter al ver la indecisión en sus ojos respondió:
—No, papá. Mejor que no.
—¿Por qué no? —insistió aquel sin apartar los ojos de la muchacha.
Peter, intuyendo que una actriz de Hollywood no debía usar mucho la cocina de su casa y mucho menos saber cocinar, en tono despreocupado respondió:
—Papá, ella no ha venido aquí a cocinar. No ves cómo viene vestida.
Manuel se fijó en lo elegante que la muchacha iba vestida, a pesar de estar empapada. Aun así le preguntó:
—¿Crees que le voy a hacer el tercer grado?
Un extraño silencio se apoderó del salón y cuando Peter se disponía a contestar, Lali dio un paso adelante y, aun a riesgo de envenenarles, le dijo:
—Estaré encantada de cocinar contigo Manuel.
Al escucharla, todos la miraron y Peter asintió. Con una complicidad que se tornó divertida, la joven
le
cogió del brazo y se marchó con él a la cocina ante la atenta mirada de todos. Peter, que suspiró al ver como sus hermanas le miraban, preguntó acercándose a su hermana mayor:
—¿Se puede saber que andas cotorreando por aquí?
Una vez en la cocina Manuel estuvo durante un rato peleándose con una máquina.
—Jodida Thermomix. Cuando dice que no funciona, no funciona.
Con curiosidad, la joven miró la máquina que estaba sobre la encimera y preguntó:
—¿Qué querías hacer con ella?
—La masa de las croquetas. La hace muy rica y a los niños les encanta —suspiró el hombre—. Pero la puñetera máquina, ya tiene más de veinte años y me parece que ya ha llegado el momento de que compre otra.
Dejando a un lado la máquina, Manuel cogió una fuente repleta de pimientos rojos asados y preguntó.
—¿Sabes pelarlos y prepararlos?
Su cabeza funcionó a mil. ¿Sabía pelarlos? Pero dispuesta a quedar bien con decisión asintió pero susurró:
—Creo que sí, pero por si acaso dime como los haces tú.
El hombre con una sabia sonrisa asintió y cogiendo un pimiento le indicó.
—Primero les quito la piel, después lo troceo. Una vez que todos estén pelados y
troceados parto ajito muy picadito, se lo echo por encima y por último, sal y aceite de oliva. ¿Cómo lo
haces tú?
—Igual... igual...
—Muy bien Lali —sonrió limpiándose las manos en un trapo—. Tú te encargas de pelar y aliñar los pimientos asados, mientras yo continúo con el cordero, ¿te parece?
—¡Perfecto! —asintió esta poniéndose el delantal verde que le pasaba
Después de lavarse las manos, la muchacha comenzó su tarea en silencio.
Al
principio los
pimientos y sus resbaladizas pieles se le resistieron. Lucho contra ellos sin piedad, pero finalmente la tarea se suavizó. Sin poder evitarlo los recuerdos inundaron su mente y sonrió al recordar las veces que había visto a su abuela trastear en la cocina de Puerto Rico. La mujer se había empeñado en enseñarle pero fue imposible. Lali no estaba hecha para la cocina. Manuel, que la observaba con curiosidad de reojo, se percató de su sonrisa y preguntó:
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Pelar pimientos
—al
ver
la cara guasona
de aquel prosiguió—:
Mi abuela
y yo
nos divertíamos mucho en su cocina con olor a especias. Ella era una magnífica cocinera. Era genial.
—¿Era?
—Sí. Murió hace siete años —contestó cogiendo un ajo—. Fue un momento muy triste para mí.
—Lo siento, hija —murmuró al sentir su dolor—. Perder a un ser querido es terrible y, nos guste o no, hay que aprender a sobrellevar su ausencia. Pero debes tener fe y pensar que ella, esté donde esté, sigue contigo.
Aquellas palabras y, en especial el cariño de su tono, hicieron que a la joven se le erizara el vello del cuerpo. Su padre, al verla llorar por la muerte de su adorada abuela, simplemente se limitó
a recriminarle por ello. Ni una simple caricia. Ni un simple abrazo. Por eso, que aquel hombre al
que no conocía, y que tenía la misma edad que su padre, le dijera aquello, le emocionó y tuvo que
tragarse el nudo que se le formó en la garganta para poder hablar.
—Lo sé. Sé que está conmigo allá donde esté. Pero creo que el momento de su pérdida fue el
peor de mi vida. Ella era una mujer con una vitalidad increíble y que siempre me dio mucho cariño.
Lo
que más quería por encima de todas las cosas era hacernos sonreír a mi primo Gasti y a mí. Nos adoraba y estoy feliz porque a pesar de su ausencia, sé que ella sabía que el sentimiento era mutuo.
—Recordarla y sonreír al pensaren ella es el mejor tributo que le puedes hacer. ¿Y sabes por
qué? —Ella negó con la cabeza—. Porque estás haciendo algo que a ella le gustaría, sonreír y ser feliz. Nunca lo olvides.
Aquel tono de voz tan cautivador volvió a emocionarla. Durante un buen
rato ambos hablaron sin cesar de todo lo que se les ocurrió y ella sonrió al darse cuenta que Peter la había engañado. Manuel nada tenía que ver con un hombre poco hablador y frío. Al revés, era afable, cariñoso, divertido y dicharachero.
—¿Conoces desde hace mucho a mi hijo? —preguntó de pronto sorprendiéndola.
Durante unos segundos dudo
qué
contestar
y los nervios le atenazaron. No podía contar
la verdad pero le molestaba mentir. Técnicamente, su hijo había sido su marido durante unos meses, hasta que llegaron los papeles definitivos del divorcio, pero dispuesta a no revelar aquel secreto murmuró con aparente tranquilidad:
—No...Realmente nos conocemos desde hace poco.
Al verla
dudar, Manuel sonrió
e intuyó que se conocían desde
hacia tiempo,
y soltando
el cordero que llevaba en las manos dijo poniéndose a su lado:
—¿Sabes qué es lo que me parece más curioso?
—¿Qué?
—Que Peter te haya traído a casa. Él siempre es muy reservado con su vida privada y aunque sé por sus amigos del éxito de mi hijo entre las féminas, tú eres la primera que nos presenta. Debes de ser muy especial.
Un extraño júbilo hizo que el corazón le comenzara a latir con fuerza. No quería emocionarse como una chiquilla, pero saber aquello le alegró y le hizo sonreír. Aunque al ver como la miraba el hombre recompuso su gesto y respondió con simpatía:
—Manuel, solo somos amigos.
—¿Solo amigos?
—Aja... y te recuerdo que le dijiste que no me someterías a un tercer grado —asintió divertida.
—¿Sabes? Los jóvenes de hoy tenéis una manera muy extraña de llamar las cosas. En mi época el llevar a una chica a casa de los padres y presentarla a la familia tenía otro nombre y...
—Oh, my God! — soltó divertida.
Manuel la miró extrañado. ¿De dónde era aquella bonita muchacha? Ella, al darse cuenta de que habla hablado en inglés, dijo mientras le señalaba con un pimiento en la mano con gesto pícaro:
—Solo estoy de paso. —Al escucharla, Manuel soltó una sonora
carcajada—,
Y Peter está siendo cortés conmigo invitándome a vuestra fiesta. Nada más. En cuanto me marche él continuará con su vida y yo con la mía, ya lo verás.
Pero Manuel conocía muy bien a su hijo y sabía lo posesivo que era, y con la pequeña reacción
que había observado antes de entrar en
la
cocina había sido suficiente. Su hijo tenía algo diferente en su mirada aquella noche. Con
una
sonrisa en los labios Manuel volvió a coger el cordero y
salándolo murmuró dispuesto a saber más de aquella divertida muchacha:
—Lali, tienes un acento extraño. ¿De dónde eres?
En ese momento
la
puerta de la cocina se abrió de par en par. Era Peter, que al escuchar la pregunta de su padre, contestó en lugar de ella:
—De Asturias.
Manuel le miró y levantó una ceja. Aquella de asturiana tenía lo que él de canadiense. Su hijo y aquella muchacha escondían algo y eso le resultó muy gracioso.
—Entonces sabrás hacer buenas fabadas ¿verdad?
—Oh... por supuesto —mintió al sentir la mirada penetrante de Peter a su lado.
—¡Estupendo! —aplaudió Manuel y clavando la mirada en ella preguntó—. ¿Qué te parece si un día de estos nos preparas una? Al abuelo y a mí nos encanta la fabada y más si quien nos la hace es una auténtica asturiana.
—Cuando quieras, Manuel —respondió ella y Peter sorprendido la miró.
Ay... ay... ay... Dios mío ¿qué he dicho?,
pensó Lali, que ya se estaba arrepintiendo de sus palabras.
Con la mirada, Peter le hizo mil preguntas y ella, asustada, se mordió el labio.
—Pues no se hable más —asintió Manuel y cogiendo un papel y un bolígrafo preguntó mirándola —: Dime lo que necesitas y lo compraré.
El desconcierto cruzó por su cara. ¿Qué necesitaba para hacer aquel plato? Con la mirada buscó ayuda en Peter, pero este se limitó a mirar el suelo. Finalmente y sintiendo la mirada de su padre en el cogote, se volvió y dijo:
—Fabada. Compra fabada.
Manuel estuvo a punto de soltar una gran carcajada. Sus caras eran para desternillarse de risa. ¿Qué les ocurría a esos dos? ¿Qué ocultaban? Y sobre todo ¿Por qué su hijo resoplaba así? Pero dándoles un respiro asintió y murmuró soltando el papel
—De acuerdo. Compraré los ingredientes
en la tienda de Charo. Estoy deseando probar esa magnífica fabada.
¡Ay, Dios mío que los voy a envenenar! pensó mientras Peter la observaba como si se hubiera vuelto loca.
La cena se retrasó. Eva, hermana que trabajaba en Madrid, no llegaba. Pero cuando las tripas de todos comenzaron a rugir por fin apareció como un vendaval.
—Ay Dios... perdóname todos pero tenía que cubrir una noticia y mi jefe...
—¿El impresentable?—preguntó Almudena.
—Sí, hija ¿quién sino? —respondió Eva repartiendo besos—, El muy imbécil a pesar de que hoy era mi último día me ha martirizado como siempre. Y
os
diré algo más, he estado a puntito de graparle las orejas a la mesa por negrero, pero al final he pensado eso que papá siempre dice de dejar las puertas abiertas para el futuro.
—Hiciste bien, cielo. En esta vida nunca se sabe —asintió su padre tras darle un cariñoso beso en la frente.
—¿Te ha despedido? —preguntó Irene preocupada.
—Hoy cumplía
mi contrato
y directamente no
me lo
ha renovado. Según él, con la crisis existente han de rebajar la plantilla. Por lo tanto ¡estoy en paro! Y
para colmo el portátil que me entregó la empresa se lo ha quedado. ¡Estoy sin portátil! —gritó—. ¿Qué va a ser de mí?
—Mujer... en tu habitación tienes tu PC —sonrió Almudena.
—Sí... si tenerlo,
lo tengo... pero
es que es
de la
prehistoria
y ahora en paro
no puedo comprarme uno nuevo. ¡Estoy apañada!
El abuelo tras besar a su alocada nieta, con la que tanto se divertía, levantó un puño y respondió:
—A ese jefe tuyo, mándale a hacer puñetas. Si le cojo yo a ese ¡le crujo! Eva, divertida, volvió a tesarle.
—Abuelito me ha mandado él a
mí
—suspiro resignada—. Solo espero tener una noticia sensacional
algún día para poder darle con ella en todos los morros cuando se la venda a otra agenda. El día que consiga esa noticia, haré que se arrastre a mis pies.
Todos sonrieron. Si algo tenían claro era que Eva cumpliría con subjetivo. Machacar a su
jefe y darle un escarmiento tardara lo que tardara.
Cuenca hubo saludado a todos los presentes se fijó en una muchacha morena de ojos oscuros que Peter le presentó como Lali, una amiga. Tan sorprendida como el resto de su familia se acercó a la joven y tras darle un par de besos la miró con curiosidad.
—¿Nos conocemos?
Incómoda por cómo le observaba, Lali se colocó el flequillo en la frente y respondió:
—No...no creo.
—Pues me suena un montón tu cara. ¿Dónde te he visto antes? —murmuró escrutándola con la mirada. Sabía que la había visto ¿pero dónde?
Nerviosa, miró a Peter, pero intentando aparentar tranquilidad
sonrió. Entonces, el padre de la joven curiosa dijo acercándose a ella:
—Es asturiana quizá la hayas visto en alguno de tus viajes, cielo.
Peter miró a su padre. Este levantó su cerveza con complicidad y sonrió, y Peter maldijo para sus adentros. Su padre, definitivamente, se estaba dando cuenta de algo.
—¿Asturiana con el acento que tiene? —preguntó Eva con comicidad.
—Bueno, la verdad es que viajo mucho. He vivido en Estados Unido muchos años y de ahí mi acento —susurró la joven al punto del desmayo.
Radiografiándola, Eva se fijó en su muñeca.
—¡Me encanta tu reloj! Es muy bonito.
—Lali se fijo en su muñeca y al ver que llevaba el carísimo reloj Piaget fue a decir algo, cuando Peter se interpuso entre ellas abrazando a su hermana.
—Si llegas a tardar un rato mas, mando a los geos a buscarle.
Aquello atrajo la atención total de Eva. Le encantaba un compañero de su
hermano, Damián. Divertida le besó y dijo:
—Joer pues si lo sé me retraso un poco mas.
Dos horas después, tras una opípara cena, todos estaban alrededor de la mesa cuando el abuelo, t ras servirse de una botella, dijo:
—Después de comer, una copilla de anís es lo mejor que sienta al estómago.
—Abuelo Goyo, he visto que no has comido nada de verdura —protestó Irene—, y sabes que
eso es precisamente lo que tienes que comer, no la copita.
El anciano miró a la joven que acompañaba
a su nieto y, acercándose
a ella, le cuchicheó haciéndole reír:
—Yo con el verde me voy por la pata abajo, pero esta puñetera nieta mía se empeña en que lo coma todos los días.
—La verdura es buena para el cuerpo —sonrió Lali.
—No para el mío, hermosa —puntualizó el hombre.
Irene se levantó y
fue a la cocina a coger una estupenda tarta de tres pisos de chocolate y
nata, apagó las luces y entró en el salón. Todos comenzaron a cantar cumpleaños feliz al abuelo.
El anciano sopló las velas y
se emocionó cuando sus nietos comenzaron a aplaudir mientras le pedían que dijera unas palabras. Finalmente se levantó de su silla:
—Ay, gorrioncillos que feliz me hacéis.
Tras mirar a sus nietos con pasión dijo mirando a Irene:
—Dame un moquero, hermosa, que me veo venir.
Aquello hizo que Peter se carcajeara
divertido
y Lali disfrutara como una niña del momento. Le encantó ver a aquella familia tan unida ante el abuelo. Aquello era lo que había vivido cuando
era niña con su abuela en Puerto Rico, y le emocionaba su autenticidad. Irene le tendió un pañuelo al anciano, este se secó los ojos y dijo con voz cascada:
—Hoy cumplo 80 años. Mi vida está siendo mas larga de lo que yo nunca imaginé y vosotros,
todos y cada uno de vosotros hacéis que sea bonita y dichosa. —Tras una breve pausa continuó—.
Aunque no os mentiré si os digo que en un momento así me encantaría que mi Luisa y vuestra madre, mi Rosita, estuvieran aquí. —Secándose los ojos murmuró—: Aunque bueno, ya sabéis como pensamos. Ellas están aquí mientras las recordemos y sé que todos nosotros las recordamos todos y
cada uno de los días.
El padre de Peter miró a la amiga que había traído su hijo y sonrieron. Aquello era justo lo que habían hablado horas antes en la cocina.
—Tengo una familia maravillosa y aunque a veces —sonrió el abuelo—, me irritéis y me sienta más vigilado que un marrano el día previo a la matanza —todos rieron—, ¡copón! No os cambiaría ni por todo el oro del mundo —luego mirando a la joven qué acompañaba a su nieto añadió—: Por cierto, me congratula mucho haber conocido a la amiga de Petercito. Y espero, que el año que viene, y al siguiente, y al otro, vuelva con nosotros para celebrar mi cumpleaños.
Todos sonrieron. Estaba claro que todos habían aceptado a Lali como una más. Sin poder evitarlo y mientras todos cantaban de nuevo el cumpleaños feliz al abuelo, Peter la observó. Se la veía sonriente y relajada. Incluso parecía disfrutar con la compañía de los suyos. Eso le agradó, pero al tiempo, no pudo evitar sentirse molesto. Ella estaba de paso, y no quería que su familia se hiciera ilusiones con algo que era totalmente imposible.
—Gorrioncillo ¿no quieres más tarta? —preguntó el abuelo al ver la minúscula porción que ella se había puesto en el plato.
—No gracias, no me va mucho el dulce —mintió.
Si algo le gustaba era el dulce. Pero mantener su
línea era algo primordial para ella. No debía olvidarlo.
—Sito y yo queremos más tarta, yayo Goyo —sonrió Ruth sentándose en sus rodillas.
—¿Sito? —pregunto Lali.
La niña le enseñó un viejo oso azulado del que no se despegaba.
—Este es sito. Mi osito.
Lali le tomó la mano al muñeco y, agachándose, le saludo:
—Encantada de conocerte. Sito. Creo que eres un oso muy guapo y muy bonito. La niña sonrió.
—Él dice que tú sí que eres guapa —respondió. Fijándose en el muñeco Lali preguntó:
—¿Qué le pasó en el ojo a tu Sito?
—Se le cayó uno y como no lo encontramos, mamá le puso este azul ¿te gusta?
Sonrió satisfecha al ver el botón azul que la madre de la niña le había cosido por ojo.
—Precioso. Creo que ha quedado genial.
Ambas se carcajearon y el abuelo cortó una buena porción de tarta.
—Toma tesoro, para Sito y para ti. Anda... corre antes de que tu madre la vea y te la quite.
La cría encantada de haber conseguido
semejante manjar lo cogió y antes de que su madre la viera desapareció con el oso y la tarta.
—Por cierto —señaló el anciano divertido—, le has dado
un
toque sabrosísimo a los pimientos asados.
—Gracias —sonrió satisfecha. Era la primera vez que la felicitaban por algo culinario— Me encanta saber que te han gustado.
Al escuchar aquello Manuel, metiéndose en la conversación dijo:
—Ah... pues no sabes lo mejor, abuelo. Lali, como buena asturiana, sabe hacer fabada y se ha ofrecido a hacernos una. ¿Qué te parece?
El abuelo, al escuchar aquello, se tocó su inexistente barriga con un gesto que provocó la risa de todos.
—Ya me relamo solo de pensarlo —afirmó.
Ay Dios... a ver si les voy a envenenar, pensó ella.
Sonó el timbre de la puerta y
segundos después aparecieron varios familiares y
vecinos, todos venían a felicitar al abuelo Goyo. También acudieron Nicolás, el compañero de Peter, con
Eugenia, su mujer y su bebé. Y cuando llegó el turno de las presentaciones Lali tuvo que excusarse de nuevo ante la pregunta de Eugenia:
—Oye ¿nos hemos visto alguna vez?
—No creo.
—Sí la viste la otra noche en el Croll —intercedió Peter. Era mejor que la identificara
con aquello que con otra cosa.
—Ah, es verdad... —asintió Eugenia.
Durante más de
una
hora Lali fue testigo mudo de cómo la
mujer de Nicolás la
observaba con curiosidad, hasta que de pronto tras una risotada general por lo que el abuelo Goyo había dicho, saltó delante de todos.
—Ya sé a quién me recuerdas.
—¿A quién? —preguntó Eva que estaba sentada a su lado.
—A Mariana Espósito.
—¿Y quién es esa moza? —preguntó con curiosidad el abuelo Goyo.
—Una actriz de Hollywood —asintió Eugenia. Divertido el abuelo Goyo dijo haciéndoles reír:
—De Joligud na menos.
—¡Mariana Espósito! —repitió Rocío levantándose—. Es verdad ¡qué fuerte!
Si
te quitas las gafas te pareces un huevo.
—Es cierto —asintió Eva escrutándola con la mirada—
Sí, ya decía yo que tu cara me sonaba
de
algo.
Lali se encogió en el sillón, Peter se puso en pie, nervioso, y Eugenia prosiguió emocionada:
—Madre mía, si fueras rubia y tuvieras los ojos marrones, serías clavadita
a ella— ¿No te lo habían dicho nunca?
Sintiéndose medio descubierta, la joven, sacó a relucir sus dotes artísticas.
—Vale... lo confieso. Alguna vez me lo han dicho pero...
—¡¿Mariana Espósito?! —preguntó Nicolás abriéndose paso entre ellos con su hijo en brazos.
—Sí... mírala bien, Bonito ¿no te la recuerda? —dijo su mujer.
Nicolás clavó sus ojos en aquella muchacha morena. Después miro a su desconcertado amigo, que miraba
hacia otro
lado. No
podía
ser
¿como
iba estar
ella
allí?
Además,
la actriz de Hollywood era rubia y de ojos marrones y aquella era morena de ojos oscuros.
—Mírala bien, Bonito— insistió Eugenia a su, de pronto, acalorado marido—. ¿No crees que se parece a ella? Mira su nariz, su mandíbula, es casi tan perfecta como la de la Espósito.
Manuel captó el gesto de su hijo, e interponiéndose entre ellos, preguntó atrayendo la atención:
—¿Queréis tarta? La hizo Irene y ya sabéis que es una magnifica repostera.
Eugenia aceptó sin dudar y se alejó de Lali. Nicolás,
en cambio, se aproximó a su amigo.
—Nenaza ¿en qué lío te estás metiendo? —le susurró al oído.
Peter no tuvo ni que responder. Una mirada bastó. Nicolás resopló y volvió a mirar a la joven con detenimiento.
—Irene... dame tarta y que sea doble ración. La necesito —dijo.
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